Por Juan Esmerio
Después de seis días de estancia en la Ciudad de México empiezo a pensar en mariscos. Pienso en los callos de lobina de los Sámano. No solo me imagino comiéndolos sino me veo bajo la sombra de la gran ceiba donde tienen su carreta. Me digo entonces que nuestra ciudad es única, que dudo que haya otro lugar del país donde pueda comer esa delicia. Estoy tan relajado ahí, en el vientre tibio del día, viendo en la acera las manchas de las flores que el viento de febrero ha tumbado, mientras me llevo el picadiente a la boca.
La lobina es un pez de agua dulce. Su nombre deriva de lobo por su rapacidad para cazar. Sus colores (verde musgo con una franja blanca en el centro) se parecen de lejos al róbalo, especie de mar con la que se le compara. Hasta hace algunos años yo era de gustos ortodoxos y no me apartaba del callo de hacha, cuyo sabor me parece que apenas supera el abulón, esa cúspide de la cocina del mar. Así que dudé mucho antes de probar estos callos que se comen, entre otras ciudades de Sinaloa, en Culiacán, ciudad que aprovecha su vecindad con presas y ríos para proveerse del pez, uno de los pocos que, a pesar de su ferocidad —o por eso mismo—, es el macho el que cuida el nido y las crías mientras la hembra busca las profundidades para fortificarse luego de desovar.
Fui a dar a la carreta de los Sámano, la más ligera en esta ciudad donde hay algunas a las que se les podría enganchar un burro, porque estaba afuera de una imprenta. Un día me asomé y me llamó la atención la forma en cómo estaba cortado el pescado: en trozos grandes, cuadrados, de un color blanco, casi transparente. Me senté de inmediato y pedí una orden. El pepino y la cebolla —de un color morado que contrasta con los tronchos— es cortado de la misma manera: en rodajas grandes que le dan buena vista.
Soy hijo de marisquero, y sé de las complicaciones prácticas de cocinar y servir en la calle, así que me deslumbró la higiene y rapidez con la que despachan el platillo. Carnes y vegetales vienen troceados desde casa, así que solo se dedican a servir, y a añadir sal, limón y pimienta. Yo prefiero que no le pongan sal a mi orden, pues me agrada darles una leve rociada de salsa de soya, no importa que la pulpa pierda un poco el color blanco inicial, otro de sus atractivos —lo mismo que la contundencia de su tamaño.
Voy a esa carreta (ubicada en Manuel Bonilla, casi esquina con José Aguilar Barraza) porque además me gusta lo que ahí se platica. Padre e hijo —y otros clientes— son hombres de monte y conocen mucho de animales, bosques y ríos. En sus conversaciones aprendo sobre el alimento que comen los venados, el tipo de flor que prefieren y la época del año en que esta se da. Y también cómo el macho empuja a la hembra por delante cuando están a punto de salir a un camino pisado por humanos —cazadores, la mayoría de las veces. Me agrada también oír sus correrías por cerros y cañadas. Estos hombres deben amar esos lugares para andar por ahí de noche, me digo, a como están las cosas en la montaña.
En mi vida de entrometido por las cocinas de los lugares que he pisado, me he encontrado con tres tipos de cocineros: los que te niegan una receta, los que te la entregan con la lista de los ingredientes, e instrucciones, incompleta y los que te la dan con lujo de detalles. El señor Sámano es de estos últimos: te dice cómo hacer los callos cuantas veces se lo preguntes. En el fondo sabe que nadie se tomará la molestia de cortar el filete de lobina con la pericia de un samurái (yo lo he hecho: es tardado y necesitas varios kilos porque los costillares son una lata). Y mucho menos que sus comensales metidos a cocineros les darán ese baño de sal y hielo —es el secreto— que le confiere consistencia a la carne. Vaya, capaz que no se animan ni a hacer ese agua chile que él consigue con solo moler chiltepines secos o verdes, según sea la temporada, en un molcajete y ahogarlos en agua; tal como lo hacía la gente del campo hace algunos años para acompañar, en ausencia de una buena salsa de tomate, o queso, los frijoles de la olla.
A ciertos clientes, fieles al cartílago paradisíaco del callo de hacha, no les gustan los callos de lobina. Quizá porque al final detectan ese sabor mineral a lecho de río. Yo ya no lo percibo. Incluso la como frita, algo que aprendí en el restauran La Finca de Cosalá. Me dice el señor Sámano que zarandeada su sabor es más delicado por el menor nivel de sal que hay en su cuerpo. Nada más no la empanicen, por favor, pues al ritmo que vamos solo sigue que, al estilo de Estados Unidos, empanicen el callo de hacha.
(Algunos amigos me preguntan que de dónde viene el apellido de hacha de los callos. Es por la forma de la almeja cuyo músculo comemos: semeja la cabeza de un hacha medieval. Ese es el origen de su prosapia. Ojalá que un día, si la rapiña de la especie lo permite, los lectores vean esa almeja sembrada en las arenas del mar de Cortés. En Mazatlán es imposible hacerlo: al dragar el canal de navegación a mediados del siglo pasado se destruyeron esos bancos de almejas para siempre; y lo que fue un riquísimo banco de más tres millas en Teacapán sucumbió por el descuido con el que fue explotado en el primer lustro del nuevo milenio. Es aquella una de las imágenes más sugestivas, por su fuerte carga erótica, que yo haya visto en la naturaleza.)
Cuando el tedio de la oficina amenaza con asfixiarme, me refugio en esa carreta sin ruedas donde si lo deseo puedo acompañar mi aventura con un litro de cerveza (nunca más de ese límite). Al regreso mis amigas del Instituto me preguntan luego de saludarlas que de dónde viene ese olor a cebolla, y cuando les respondo que de unos callos excelentes, no me reprochan el tufo sino que no las haya invitado. Pero a ese lugar voy solo.
Yo me enamoré de la lobina hacia los años noventa, cuando la rondaba el fantasma del gnathostoma, una larva que incubaba este animal y que, en las personas, socaba la piel y otros órganos y que puede provocar la muerte. La larva es, en el cuerpo humano, migratoria y de gran movilidad y difícil de atrapar incluso cuando, tendido el paciente en la plancha del quirófano, la busca el cirujano. La hermana de un gran restaurantero de mariscos de la ciudad, aficionada a estos callos hasta el empacho, pescó el bicho y hubo que sacar del menú, como medida profiláctica, esta entrada de lujo que ellos bañaban en salsa de soya y servían en un plato hondo y rociada de chile chiltepín pulverizado, con la cebolla y el pepino de rigor.
Un tanto desconfiado (raro en mí: a diferencia de los montañeses, tengo, como tantos hombres de playa, muy arraigada esa confianza natural en el prójimo, al que creo dispuesto a otorgar siempre lo mejor de sí, desde una buena charla hasta una cesta de fruta), en aquellos ayeres le pregunté al hijo del señor Sámano, atrincherado con los cuchillos en la mano tras la carreta que es capaz de abandonar para traerte una cerveza del expendio de enfrente:
—¿Son lobinas sanas?
—Claro. De lo contrario ya estaríamos enfermos nosotros: diario comemos esto -me contestó-, sin dejar de mirarme a los ojos.
En la Universidad Autónoma de Sinaloa ya tienen un medicamento contra la enfermedad. Toco madera: espero no necesitar los servicios de la doctora Silvia Paz, especialista en la materia. Además, me cuenta mi amiga Aurora Quiñonez, videasta que ha tratado el tema, que a la larva se le ha mantenido a raya durante los últimos años. Incluso la doctora Paz ha patentado un medicamento.
De la lobina también se hace un ceviche apenas menos rico que los callos. Yo supe que era cliente mimado —parcela que trato de cultivar en los lugares donde voy a comer— cuando una vez llegué y pedí una tostada (que sirven al estilo Culiacán: en un plato hondo, con las tostadas aparte) y, como aquel ya se había acabado, sacrificaron unos trozos de los destinados a los callos y me hicieron uno ahí mismo. Espero no ratificar mi membrecía con ese privilegio que el señor solo dispensa a unos pocos: pedir fiado.
Nada más ajeno a la obra de Juan Rulfo que un pez, en particular en el cuento “Luvina”. Pero a la sabrosura que es la lobina para el paladar, también podemos añadir la del oído (ese sueño de los cocineros asiáticos: que todos los sentidos participen de un banquete), así que no pude reprimir el juego de palabras del título. Ojalá no confunda a mis lectores. Si es así espero que la duda la disipen pronto en la carreta de los Sámano, donde además se sirven otras sabrosuras de las que por ahora prefiero no hablar; no resistirían mis glándulas salivales seguir hablando de la carta que, como todos los marisqueros de carreta, padre e hijo te dicen de viva voz en tono firme tan pronto te sientas a su mesa.
Yo voy con ustedes.