Publicado originalmente por la revista Paso de Gato y reproducido con su generosa autorización.
Por Juan Esmerio
Rodolfo Arriaga es un hombre de recia personalidad teatral. Su carrera inició en la década de los setenta del siglo pasado, y desde entonces ha sido actor, director, productor, promotor e investigador. Esa fascinación suya por recrear la atmósfera cultural de Culiacán, la ciudad que hizo suya desde los tiempos estudiantiles, lo llevaron a hurgar en el movimiento teatral de los años cincuenta y sesenta del siglo xx.
Reconocido con la Medalla Bellas Artes Xavier Villaurrutia en 2011, es autor de un libro sobre un tema del que solo nos llegaban ecos a través de las voces de los actores más longevos de Sinaloa. En efecto, De la demolición del Apolo a la inauguración del teatro del IMSS. El Teatro en Culiacán de 1951 a 19611 es ese libro que nos habla de las personalidades y los grupos que trabajaron luego de la destrucción del teatro Apolo. Fito Arriaga, su nombre de batalla, es un testigo privilegiado del desarrollo cultural de Sinaloa. La entrevista, no obstante, solo se limitó a ciertos contenidos de su libro.
Llama la atención que mientras el teatro Apolo estuvo en funciones no hubo un movimiento teatral propio.
Tiene que ver con el hecho de que no había una política cultural definida por parte del gobierno mexicano, y seguía dominando el romanticismo decimonónico a través de las grandes divas. Anoto unos nombres: Socorro Astol (madre), Virginia Fábregas, María Tereza Montoya. Este puñado de actrices y divas presentaban óperas y operetas que fueron decayendo en el gusto de la población ante el auge del cinematógrafo y del melodrama ranchero. Paralelamente, el cinematógrafo desplazó al teatro porque el público estaba más interesado en conocer la nueva problemática del México posrevolucionario, que el cine supo aprovechar muy bien creando los nuevos arquetipos del mexicano.
Sobre los escombros del Teatro Apolo de Culiacán se levantaron las carpas de las nuevas compañías. El teatro volvió a ser nómada, hecho que lo fortaleció en por lo menos un aspecto: la inclusión de un público con otro gusto.
Efectivamente, como la gente se volcó al cine, los teatros fueron cerrados y en muchos casos, literalmente demolidos, como el Apolo de Culiacán. Por lo tanto, los cómicos se quedaron sin trabajo y fue de esta manera que surge un periodo importante, donde las carpas van a llenar ese espacio que dejó vacío el teatro, y al que acudían todos los sectores de la población, pero principalmente las clases populares.
Finalmente las carpas también fueron absorbidas por el cine, de tal forma que actores como Medel y Cantinflas se convirtieron en los nuevos ídolos del cine mexicano.
Háblanos de cuatro creadores que influyeron en la nueva visión del teatro en Sinaloa en la década de los cincuenta y sesenta: Socorro Astol, Miguel Tamayo, Roberto Hernández, Pedro Carreón…
Doña Socorro Astol y Manuel Sánchez Navarro eran originarios de México, Distrito Federal, y a causa de un ciclón que destruyó su carpa se quedaron a vivir en Sinaloa. Fueron los grandes impulsores para generar una afición teatral, montando con jóvenes de Culiacán las obras del repertorio que montaban en las carpas, y de otros dramaturgos mexicanos. Su conocimiento del teatro era empírico; sin embargo, aprendieron las técnicas stanislavskianas en los cursos de capacitación que el inba organizaba durante los veranos.
Miguel Tamayo revolucionó el concepto escenográfico que se tenía en aquellos tiempos (telones pintados). Él introdujo la escenografía corpórea que aprendió de gentes como David Antón y Antonio López Mancera. Además, fue un enorme gestor, productor y promotor cultural. Su experiencia como asistente del Indio Fernández la puso al servicio del arte en Sinaloa, donde además fue impulsor de la defensa del patrimonio cultural de Culiacán. Roberto Hernández fue un director que trabajó intensamente en la época de los cincuenta en el Teatro Universitario Sinaloense y posteriormente en el grupo La Escalera. Participó en varios festivales nacionales de teatro adonde llevó la representación de Sinaloa.
Pedro Carreón fue primeramente escenógrafo, con obras como El árbol del buen deseo, El clamor de la tierra y La mujer no hace milagros, entre otras. Con este trabajo ganó el premio a la mejor escenografía en 1958, lo que le valió una beca para estudiar con Antonio López Mancera, el mejor escenógrafo de México.
Lo relevante es que ahí descubrió su vocación por los títeres, donde desarrolló una trascendente carrera. Es posible entender la emergencia de nuevos grupos por el apoyo de instituciones como la Universidad de Sinaloa, el Instituto Nacional de Bellas Artes, el gobierno del estado de Sinaloa y su Centro Cívico “Constitución”, así como del Instituto Mexicano del Seguro Social.
¿Esto constituye el empuje que el teatro sinaloense precisaba?
Definitivamente, la sinergia que se dio entre instituciones como la uas, el inba y el gobierno de Sinaloa y el imss se tradujo en una producción y difusión del teatro sin precedente en la historia de la cultura en Sinaloa. A eso hay que agregar la participación de gentes como Socorro Astol, Manuel Sánchez Navarro, Roberto Hernández, Miguel Tamayo, Pedro Carreón, Pancho Salgado, entre otros.
Esto dio magníficos resultados en muestras y festivales estatales y regionales y en un crecimiento del público para el teatro en Culiacán.
Conociste y trabajaste con por lo menos dos de estos creadores: Miguel Tamayo y Pedro Carreón. ¿Cómo influyó en el joven Rodolfo Arriaga su visión de la cultura, de la vida?
También trabajé con doña Socorro y don Manuel en su penúltimo montaje. El legado más importante de estos creadores, para mí y para generaciones de nuevos actores y dramaturgos, fue la honestidad, la disciplina y el gusto con el que hacían su trabajo. Tenían un gran respeto por el escenario y por el espectador. Además eran muy trabajadores: producían tres obras al año; la constancia por más de 30 años estuvo presente para deleite del público y los actores que ahí participamos. Y obviamente eran extraordinarios seres humanos.