Publicado originalmente por la revista Paso de Gato y reproducido con su generosa autorización.
Por Juan Esmerio
En 2000 Sergio López publicó Donde mueren las palabras. El Teatro Apolo de Culiacán. Con su gozosa lectura asistimos a la inauguración de un género: el de la investigación cultural. Fue el debut de un historiador que se iba a revelar como un erudito del pasado de Mazatlán y Culiacán durante los siglos xix y xx. Siguió El Teatro Ángela Peralta: del desahucio a la resurrección, joya editorial que debemos a Héctor Mendieta y Vega. Después apareció El Teatro Ángela Peralta de Culiacán Rosales. De trenes, tedio y espectáculos a fines del siglo xix. 3 Esta trilogía es vital para entender nuestras ciudades y la idiosincrasia de sus habitantes. Teníamos presente al Sergio López capaz de construir personajes entrañables, como el adivino Obdulio Pacheco de El jinete de la Divina Providencia; ahora no imaginamos la historia de nuestra cultura sin su biblioteca, sin el conocimiento de archivos y fuentes —librescas y vivenciales— que él posee, y sin su generosidad. El maestro Sergio López es un conversador ameno e infatigable. Esta vez solo hablamos de sus obras referidas a Sinaloa. Entrevista aparte merece Eraclio Bernal: de la insurgencia a la literatura.
Construir un personaje, reconstruir la historia de un teatro y, con ella, la de una ciudad, ¿cómo se dio esa transición de actor a historiador?
Creo que fue el sentido de pertenencia a una ciudad, al gremio de los teatreros, lo que me llevó a preguntarme sobre el pasado teatral que comparto con mis colegas. Encontrar que en Sinaloa se hace teatro —en el sentido europeo del término— desde pocos años antes de 1600, fue verdaderamente relajante. Uno deja de pensar que ha fundado algo, que el teatro empezó cuando dio su primera función. El teatro está y estará antes y después de las primeras personas. Por otra parte, la gente de teatro pasa muchas, muchas horas dentro de esas estupendas cavernas que son los teatros. Al final, todo lo iluminado es devorado por la oscuridad y todo lo pronunciado es comido por el silencio. Pero el recuerdo de aquella función queda en los espectadores. Y algo permanece en la ciudad: la presencia del teatro-edificio como parte importante de su paisaje. De modo que investigar un teatro es estudiar el crucero de lo fugaz con lo permanente. Buscar los emplazamientos del teatro como edificio y los desplazamientos del teatro como arte escénico.
¿Qué nos dicen los teatros de tus libros de la sociedad que los abrigó, de las ciudades que iluminaron y, también, de la ciudad a la que dejaron mutilada con su cierre?
El encuentro del espectáculo con sus espectadores es el núcleo del asunto. Alrededor de ese núcleo crecen las paredes del edificio, se cuelgan los telones y se acomodan los asientos. Y cuando llega el respetable público y empieza la función, la ciudad gira como satélite alrededor del teatro. Así, en un ir y venir del escenario a la urbe y viceversa, es como me gusta estudiar los locales destinados a las artes escénicas. Siempre está la ciudad como telón de fondo para que el teatro-edificio no se quede flotando allá, en el cielo empíreo, en medio de la nada, alejado de los espectadores, que son los que lo hacen estar acá abajo, anclados en tal o cual calle.
¿Escribir la trilogía se debió a un plan preestablecido?
Háblame de la conexión entre los libros. En realidad se trata de una tetralogía no tan planeada. Hay que agregar Teatro Casa de la Paz: mudanzas en el tiempo, 5 donde estudio la relación de un teatro pequeño de la Ciudad de México con el barrio que lo rodea y con las colonias Roma y Condesa. Cada teatro tiene un carácter particular. El Teatro Apolo de Culiacán, por ejemplo, es más ausencia que presencia, estuvo en pie durante 52 años, pero su imagen y su recuerdo han sobrevivido 70 años a la demolición. El caso del Teatro Ángela Peralta, de Mazatlán, tiene un final más feliz. Es el más viejo en el noroeste de México y está funcionando permanentemente. Estuvo a punto de ser demolido, pero fue remodelado y echado a andar de nuevo. El rescate de este local hizo que la gente regresara a la parte vieja del puerto que, por cierto, es una joya casi intacta. Los teatros de Sinaloa tienen en común los ciclones que destruyen sus techumbres y los murciélagos que los habitan por temporadas. Sí, son teatros con mosquitos, cercanos a la fiebre amarilla, a una marisquería y al Trópico de Cáncer.
Dice Leo Eduardo Mendoza que El Teatro Ángela Peralta de Culiacán Rosales se lee también como una novela…
Este teatro fue el más humilde y selvático de todos, al aire libre, hecho de troncos y petates. Hasta tuvo sobrenombre: Teatro Ángela Petates. Fue muy difícil conseguir la información de este local. Parecería que, por pudor, el propio teatro quería esconderse y no salir del olvido en el que se encontraba desde 1886. Lograr esta historia fue toda una aventura, creo que de ahí viene el tono novelesco. También creo que la gente de la escena, después de un buen rato de estar en contacto con la parte literaria del teatro, desarrolla un gusto muy particular por el lenguaje y por cuidar el modo en que refiere las cosas. Se escogen las palabras que se van a decir y la información que se va a ocultar hasta el final, se planean muy bien las comas y se estudian los silencios, se dirigen las miradas. Todo para que el espectador vea emocionado cómo cae el último telón o para que el lector llegue interesado hasta el punto final de un libro. Siempre se trabaja pensando en el otro. En mi caso, no hay ficción en lo que escribo, me importa mucho que la información que comparto sea cierta y verificable. Pero también me interesa que la lectura genere interés, emoción, por eso el resultado suele ser una crónica o algo parecido al relato.