Tres Teatros Tropicales

Publicado originalmente por la revista Paso de Gato y reproducido con su generosa autorización.

Por Juan Esmerio

En 2000 Sergio López publicó Donde mueren las palabras. El Teatro Apolo de Culiacán. Con su gozosa lectura asistimos a la inauguración de un género: el de la investigación cultural. Fue el debut de un historiador que se iba a revelar como un erudito del pasado de Mazatlán y Culiacán durante los siglos xix y xx. Siguió El Teatro Ángela Peralta: del desahucio a la resurrección, joya editorial que debemos a Héctor Mendieta y Vega. Después apareció El Teatro Ángela Peralta de Culiacán Rosales. De trenes, tedio y espectáculos a fines del siglo xix. 3 Esta trilogía es vital para entender nuestras ciudades y la idiosincrasia de sus habitantes. Teníamos presente al Sergio López capaz de construir personajes entrañables, como el adivino Obdulio Pacheco de El jinete de la Divina Providencia; ahora no imaginamos la historia de nuestra cultura sin su biblioteca, sin el conocimiento de archivos y fuentes —librescas y vivenciales— que él posee, y sin su generosidad. El maestro Sergio López es un conversador ameno e infatigable. Esta vez solo hablamos de sus obras referidas a Sinaloa. Entrevista aparte merece Eraclio Bernal: de la insurgencia a la literatura.

Construir un personaje, reconstruir la historia de un teatro y, con ella, la de una ciudad, ¿cómo se dio esa transición de actor a historiador?

Creo que fue el sentido de pertenencia a una ciudad, al gremio de los teatreros, lo que me llevó a preguntarme sobre el pasado teatral que comparto con mis colegas. Encontrar que en Sinaloa se hace teatro —en el sentido europeo del término— desde pocos años antes de 1600, fue verdaderamente relajante. Uno deja de pensar que ha fundado algo, que el teatro empezó cuando dio su primera función. El teatro está y estará antes y después de las primeras personas. Por otra parte, la gente de teatro pasa muchas, muchas horas dentro de esas estupendas cavernas que son los teatros. Al final, todo lo iluminado es devorado por la oscuridad y todo lo pronunciado es comido por el silencio. Pero el recuerdo de aquella función queda en los espectadores. Y algo permanece en la ciudad: la presencia del teatro-edificio como parte importante de su paisaje. De modo que investigar un teatro es estudiar el crucero de lo fugaz con lo permanente. Buscar los emplazamientos del teatro como edificio y los desplazamientos del teatro como arte escénico.

¿Qué nos dicen los teatros de tus libros de la sociedad que los abrigó, de las ciudades que iluminaron y, también, de la ciudad a la que dejaron mutilada con su cierre?

El encuentro del espectáculo con sus espectadores es el núcleo del asunto. Alrededor de ese núcleo crecen las paredes del edificio, se cuelgan los telones y se acomodan los asientos. Y cuando llega el respetable público y empieza la función, la ciudad gira como satélite alrededor del teatro. Así, en un ir y venir del escenario a la urbe y viceversa, es como me gusta estudiar los locales destinados a las artes escénicas. Siempre está la ciudad como telón de fondo para que el teatro-edificio no se quede flotando allá, en el cielo empíreo, en medio de la nada, alejado de los espectadores, que son los que lo hacen estar acá abajo, anclados en tal o cual calle.

¿Escribir la trilogía se debió a un plan preestablecido?

Háblame de la conexión entre los libros. En realidad se trata de una tetralogía no tan planeada. Hay que agregar Teatro Casa de la Paz: mudanzas en el tiempo, 5 donde estudio la relación de un teatro pequeño de la Ciudad de México con el barrio que lo rodea y con las colonias Roma y Condesa. Cada teatro tiene un carácter particular. El Teatro Apolo de Culiacán, por ejemplo, es más ausencia que presencia, estuvo en pie durante 52 años, pero su imagen y su recuerdo han sobrevivido 70 años a la demolición. El caso del Teatro Ángela Peralta, de Mazatlán, tiene un final más feliz. Es el más viejo en el noroeste de México y está funcionando permanentemente. Estuvo a punto de ser demolido, pero fue remodelado y echado a andar de nuevo. El rescate de este local hizo que la gente regresara a la parte vieja del puerto que, por cierto, es una joya casi intacta. Los teatros de Sinaloa tienen en común los ciclones que destruyen sus techumbres y los murciélagos que los habitan por temporadas. Sí, son teatros con mosquitos, cercanos a la fiebre amarilla, a una marisquería y al Trópico de Cáncer.

Dice Leo Eduardo Mendoza que El Teatro Ángela Peralta de Culiacán Rosales se lee también como una novela…

Este teatro fue el más humilde y selvático de todos, al aire libre, hecho de troncos y petates. Hasta tuvo sobrenombre: Teatro Ángela Petates. Fue muy difícil conseguir la información de este local. Parecería que, por pudor, el propio teatro quería esconderse y no salir del olvido en el que se encontraba desde 1886. Lograr esta historia fue toda una aventura, creo que de ahí viene el tono novelesco. También creo que la gente de la escena, después de un buen rato de estar en contacto con la parte literaria del teatro, desarrolla un gusto muy particular por el lenguaje y por cuidar el modo en que refiere las cosas. Se escogen las palabras que se van a decir y la información que se va a ocultar hasta el final, se planean muy bien las comas y se estudian los silencios, se dirigen las miradas. Todo para que el espectador vea emocionado cómo cae el último telón o para que el lector llegue interesado hasta el punto final de un libro. Siempre se trabaja pensando en el otro. En mi caso, no hay ficción en lo que escribo, me importa mucho que la información que comparto sea cierta y verificable. Pero también me interesa que la lectura genere interés, emoción, por eso el resultado suele ser una crónica o algo parecido al relato.

Un tercio de siglo de quehacer teatral: Entrevista con Fito Arriaga

Publicado originalmente por la revista Paso de Gato y reproducido con su generosa autorización.

Por Juan Esmerio

Rodolfo Arriaga es un hombre de recia personalidad teatral. Su carrera inició en la década de los setenta del siglo pasado, y desde entonces ha sido actor, director, productor, promotor e investigador. Esa fascinación suya por recrear la atmósfera cultural de Culiacán, la ciudad que hizo suya desde los tiempos estudiantiles, lo llevaron a hurgar en el movimiento teatral de los años cincuenta y sesenta del siglo xx.

Reconocido con la Medalla Bellas Artes Xavier Villaurrutia en 2011, es autor de un libro sobre un tema del que solo nos llegaban ecos a través de las voces de los actores más longevos de Sinaloa. En efecto, De la demolición del Apolo a la inauguración del teatro del IMSS. El Teatro en Culiacán de 1951 a 19611 es ese libro que nos habla de las personalidades y los grupos que trabajaron luego de la destrucción del teatro Apolo. Fito Arriaga, su nombre de batalla, es un testigo privilegiado del desarrollo cultural de Sinaloa. La entrevista, no obstante, solo se limitó a ciertos contenidos de su libro.

Llama la atención que mientras el teatro Apolo estuvo en funciones no hubo un movimiento teatral propio.

Tiene que ver con el hecho de que no había una política cultural definida por parte del gobierno mexicano, y seguía dominando el romanticismo decimonónico a través de las grandes divas. Anoto unos nombres: Socorro Astol (madre), Virginia Fábregas, María Tereza Montoya. Este puñado de actrices y divas presentaban óperas y operetas que fueron decayendo en el gusto de la población ante el auge del cinematógrafo y del melodrama ranchero. Paralelamente, el cinematógrafo desplazó al teatro porque el público estaba más interesado en conocer la nueva problemática del México posrevolucionario, que el cine supo aprovechar muy bien creando los nuevos arquetipos del mexicano.

Sobre los escombros del Teatro Apolo de Culiacán se levantaron las carpas de las nuevas compañías. El teatro volvió a ser nómada, hecho que lo fortaleció en por lo menos un aspecto: la inclusión de un público con otro gusto.

Efectivamente, como la gente se volcó al cine, los teatros fueron cerrados y en muchos casos, literalmente demolidos, como el Apolo de Culiacán. Por lo tanto, los cómicos se quedaron sin trabajo y fue de esta manera que surge un periodo importante, donde las carpas van a llenar ese espacio que dejó vacío el teatro, y al que acudían todos los sectores de la población, pero principalmente las clases populares.

Finalmente las carpas también fueron absorbidas por el cine, de tal forma que actores como Medel y Cantinflas se convirtieron en los nuevos ídolos del cine mexicano.

Háblanos de cuatro creadores que influyeron en la nueva visión del teatro en Sinaloa en la década de los cincuenta y sesenta: Socorro Astol, Miguel Tamayo, Roberto Hernández, Pedro Carreón…

Doña Socorro Astol y Manuel Sánchez Navarro eran originarios de México, Distrito Federal, y a causa de un ciclón que destruyó su carpa se quedaron a vivir en Sinaloa. Fueron los grandes impulsores para generar una afición teatral, montando con jóvenes de Culiacán las obras del repertorio que montaban en las carpas, y de otros dramaturgos mexicanos. Su conocimiento del teatro era empírico; sin embargo, aprendieron las técnicas stanislavskianas en los cursos de capacitación que el inba organizaba durante los veranos.

Miguel Tamayo revolucionó el concepto escenográfico que se tenía en aquellos tiempos (telones pintados). Él introdujo la escenografía corpórea que aprendió de gentes como David Antón y Antonio López Mancera. Además, fue un enorme gestor, productor y promotor cultural. Su experiencia como asistente del Indio Fernández la puso al servicio del arte en Sinaloa, donde además fue impulsor de la defensa del patrimonio cultural de Culiacán. Roberto Hernández fue un director que trabajó intensamente en la época de los cincuenta en el Teatro Universitario Sinaloense y posteriormente en el grupo La Escalera. Participó en varios festivales nacionales de teatro adonde llevó la representación de Sinaloa.

Pedro Carreón fue primeramente escenógrafo, con obras como El árbol del buen deseo, El clamor de la tierra y La mujer no hace milagros, entre otras. Con este trabajo ganó el premio a la mejor escenografía en 1958, lo que le valió una beca para estudiar con Antonio López Mancera, el mejor escenógrafo de México.

Lo relevante es que ahí descubrió su vocación por los títeres, donde desarrolló una trascendente carrera. Es posible entender la emergencia de nuevos grupos por el apoyo de instituciones como la Universidad de Sinaloa, el Instituto Nacional de Bellas Artes, el gobierno del estado de Sinaloa y su Centro Cívico “Constitución”, así como del Instituto Mexicano del Seguro Social.

¿Esto constituye el empuje que el teatro sinaloense precisaba?

Definitivamente, la sinergia que se dio entre instituciones como la uas, el inba y el gobierno de Sinaloa y el imss se tradujo en una producción y difusión del teatro sin precedente en la historia de la cultura en Sinaloa. A eso hay que agregar la participación de gentes como Socorro Astol, Manuel Sánchez Navarro, Roberto Hernández, Miguel Tamayo, Pedro Carreón, Pancho Salgado, entre otros.

Esto dio magníficos resultados en muestras y festivales estatales y regionales y en un crecimiento del público para el teatro en Culiacán.

Conociste y trabajaste con por lo menos dos de estos creadores: Miguel Tamayo y Pedro Carreón. ¿Cómo influyó en el joven Rodolfo Arriaga su visión de la cultura, de la vida?

También trabajé con doña Socorro y don Manuel en su penúltimo montaje. El legado más importante de estos creadores, para mí y para generaciones de nuevos actores y dramaturgos, fue la honestidad, la disciplina y el gusto con el que hacían su trabajo. Tenían un gran respeto por el escenario y por el espectador. Además eran muy trabajadores: producían tres obras al año; la constancia por más de 30 años estuvo presente para deleite del público y los actores que ahí participamos. Y obviamente eran extraordinarios seres humanos.

Callos de “Luvina”

Por Juan Esmerio

Después de seis días de estancia en la Ciudad de México empiezo a pensar en mariscos. Pienso en los callos de lobina de los Sámano. No solo me imagino comiéndolos sino me veo bajo la sombra de la gran ceiba donde tienen su carreta. Me digo entonces que nuestra ciudad es única, que dudo que haya otro lugar del país donde pueda comer esa delicia. Estoy tan relajado ahí, en el vientre tibio del día, viendo en la acera las manchas de las flores que el viento de febrero ha tumbado, mientras me llevo el picadiente a la boca. 

La lobina es un pez de agua dulce. Su nombre deriva de lobo por su rapacidad para cazar. Sus colores (verde musgo con una franja blanca en el centro) se parecen de lejos al róbalo, especie de mar con la que se le compara. Hasta hace algunos años yo era de gustos ortodoxos y no me apartaba del callo de hacha, cuyo sabor me parece que apenas supera el abulón, esa cúspide de la cocina del mar. Así que dudé mucho antes de probar estos callos que se comen, entre otras ciudades de Sinaloa, en Culiacán, ciudad que aprovecha su vecindad con presas y ríos para proveerse del pez, uno de los pocos que, a pesar de su ferocidad —o por eso mismo—, es el macho el que cuida el nido y las crías mientras la hembra busca las profundidades para fortificarse luego de desovar.

Fui a dar a la carreta de los Sámano, la más ligera en esta ciudad donde hay algunas a las que se les podría enganchar un burro, porque estaba afuera de una imprenta. Un día me asomé y me llamó la atención la forma en cómo estaba cortado el pescado: en trozos grandes, cuadrados, de un color blanco, casi transparente. Me senté de inmediato y pedí una orden. El pepino y la cebolla —de un color morado que contrasta con los tronchos— es cortado de la misma manera: en rodajas grandes que le dan buena vista. 

Soy hijo de marisquero, y sé de las complicaciones prácticas de cocinar y servir en la calle, así que me deslumbró la higiene y rapidez con la que despachan el platillo. Carnes y vegetales vienen troceados desde casa, así que solo se dedican a servir, y a añadir sal, limón y pimienta. Yo prefiero que no le pongan sal a mi orden, pues me agrada darles una leve rociada de salsa de soya, no importa que la pulpa pierda un poco el color blanco inicial, otro de sus atractivos —lo mismo que la contundencia de su tamaño.

Voy a esa carreta (ubicada en Manuel Bonilla, casi esquina con José Aguilar Barraza) porque además me gusta lo que ahí se platica. Padre e hijo —y otros clientes— son hombres de monte y conocen mucho de animales, bosques y ríos. En sus conversaciones aprendo sobre el alimento que comen los venados, el tipo de flor que prefieren y la época del año en que esta se da. Y también cómo el macho empuja a la hembra por delante cuando están a punto de salir a un camino pisado por humanos —cazadores, la mayoría de las veces. Me agrada también oír sus correrías por cerros y cañadas. Estos hombres deben amar esos lugares para andar por ahí de noche, me digo, a como están las cosas en la montaña.

En mi vida de entrometido por las cocinas de los lugares que he pisado, me he encontrado con tres tipos de cocineros: los que te niegan una receta, los que te la entregan con la lista de los ingredientes, e instrucciones, incompleta y los que te la dan con lujo de detalles. El señor Sámano es de estos últimos: te dice cómo hacer los callos cuantas veces se lo preguntes. En el fondo sabe que nadie se tomará la molestia de cortar el filete de lobina con la pericia de un samurái (yo lo he hecho: es tardado y necesitas varios kilos porque los costillares son una lata). Y mucho menos que sus comensales metidos a cocineros les darán ese baño de sal y hielo —es el secreto— que le confiere consistencia a la carne. Vaya, capaz que no se animan ni a hacer ese agua chile que él consigue con solo moler chiltepines secos o verdes, según sea la temporada, en un molcajete y ahogarlos en agua; tal como lo hacía la gente del campo hace algunos años para acompañar, en ausencia de una buena salsa de tomate, o queso, los frijoles de la olla.

A ciertos clientes, fieles al cartílago paradisíaco del callo de hacha, no les gustan los callos de lobina. Quizá porque al final detectan ese sabor mineral a lecho de río. Yo ya no lo percibo. Incluso la como frita, algo que aprendí en el restauran La Finca de Cosalá. Me dice el señor Sámano que zarandeada su sabor es más delicado por el menor nivel de sal que hay en su cuerpo. Nada más no la empanicen, por favor, pues al ritmo que vamos solo sigue que, al estilo de Estados Unidos, empanicen el callo de hacha. 

(Algunos amigos me preguntan que de dónde viene el apellido de hacha de los callos. Es por la forma de la almeja cuyo músculo comemos: semeja la cabeza de un hacha medieval. Ese es el origen de su prosapia. Ojalá que un día, si la rapiña de la especie lo permite, los lectores vean esa almeja sembrada en las arenas del mar de Cortés. En Mazatlán es imposible hacerlo: al dragar el canal de navegación a mediados del siglo pasado se destruyeron esos bancos de almejas para siempre; y lo que fue un riquísimo banco de más tres millas en Teacapán sucumbió por el descuido con el que fue explotado en el primer lustro del nuevo milenio. Es aquella una de las imágenes más sugestivas, por su fuerte carga erótica, que yo haya visto en la naturaleza.)

Cuando el tedio de la oficina amenaza con asfixiarme, me refugio en esa carreta sin ruedas donde si lo deseo puedo acompañar mi aventura con un litro de cerveza (nunca más de ese límite). Al regreso mis amigas del Instituto me preguntan luego de saludarlas que de dónde viene ese olor a cebolla, y cuando les respondo que de unos callos excelentes, no me reprochan el tufo sino que no las haya invitado. Pero a ese lugar voy solo.

Yo me enamoré de la lobina hacia los años noventa, cuando la rondaba el fantasma del gnathostoma, una larva que incubaba este animal y que, en las personas, socaba la piel y otros órganos y que puede provocar la muerte. La larva es, en el cuerpo humano, migratoria y de gran movilidad y difícil de atrapar incluso cuando, tendido el paciente en la plancha del quirófano, la busca el cirujano. La hermana de un gran restaurantero de mariscos de la ciudad, aficionada a estos callos hasta el empacho, pescó el bicho y hubo que sacar del menú, como medida profiláctica, esta entrada de lujo que ellos bañaban en salsa de soya y servían en un plato hondo y rociada de chile chiltepín pulverizado, con la cebolla y el pepino de rigor. 

Un tanto desconfiado (raro en mí: a diferencia de los montañeses, tengo, como tantos hombres de playa, muy arraigada esa confianza natural en el prójimo, al que creo dispuesto a otorgar siempre lo mejor de sí, desde una buena charla hasta una cesta de fruta), en aquellos ayeres le pregunté al hijo del señor Sámano, atrincherado con los cuchillos en la mano tras la carreta que es capaz de abandonar para traerte una cerveza del expendio de enfrente:

—¿Son lobinas sanas?

—Claro. De lo contrario ya estaríamos enfermos nosotros: diario comemos esto -me contestó-, sin dejar de mirarme a los ojos.

En la Universidad Autónoma de Sinaloa ya tienen un medicamento contra la enfermedad. Toco madera: espero no necesitar los servicios de la doctora Silvia Paz, especialista en la materia. Además, me cuenta mi amiga Aurora Quiñonez, videasta que ha tratado el tema, que a la larva se le ha mantenido a raya durante los últimos años. Incluso la doctora Paz ha patentado un medicamento.

De la lobina también se hace un ceviche apenas menos rico que los callos. Yo supe que era cliente mimado —parcela que trato de cultivar en los lugares donde voy a comer— cuando una vez llegué y pedí una tostada (que sirven al estilo Culiacán: en un plato hondo, con las tostadas aparte) y, como aquel ya se había acabado, sacrificaron unos trozos de los destinados a los callos y me hicieron uno ahí mismo. Espero no ratificar mi membrecía con ese privilegio que el señor solo dispensa a unos pocos: pedir fiado.

Nada más ajeno a la obra de Juan Rulfo que un pez, en particular en el cuento “Luvina”. Pero a la sabrosura que es la lobina para el paladar, también podemos añadir la del oído (ese sueño de los cocineros asiáticos: que todos los sentidos participen de un banquete), así que no pude reprimir el juego de palabras del título. Ojalá no confunda a mis lectores. Si es así espero que la duda la disipen pronto en la carreta de los Sámano, donde además se sirven otras sabrosuras de las que por ahora prefiero no hablar; no resistirían mis glándulas salivales seguir hablando de la carta que, como todos los marisqueros de carreta, padre e hijo te dicen de viva voz en tono firme tan pronto te sientas a su mesa.

Yo voy con ustedes.

Postal de Isla de Patmos

Por Juan Esmerio

La mayoría de los migrantes griegos que llegó a Sinaloa se asentó en Culiacán. Al principio fueron acogidos por las bondades migratorias que otorgó el porfiriato. Ya en el siglo veinte, durante la gran guerra, salieron por los conflictos de Grecia con el imperio otomano. Jorge Basilio Karamanos Dimitrakópulos, pionero de la migración helena, arribó a México en 1898 a través del puerto de Veracruz, según consta en el pasaporte que la oficina de migración mexicana le entregó al pisar tierra firme, reliquia que su familia conserva.

Otros hombres, llegados por el Océano Pacífico, se estacionaron en distintas ciudades. Temístocles Collias Kiriazi fue uno de ellos. Llegó a Mazatlán en 1920. Pertenece a la segunda oleada migratoria. No conocemos el lugar de origen de algunos de los migrantes. Del señor Collias sí: nació en la isla de Patmos, donde San Juan escribió el Apocalipsis a fines del siglo I o a principios del II.

Nada más distante de Patmos que el skimo, la bebida de leche sabor chocolate que Temístocles Collias inventó y que, vía los sentidos, te lleva a la gloria. 

La bebida, acompañada de un bollo, es el desayuno de muchos trabajadores mañaneros. También de estudiantes y de quienes hacen la colación de media mañana o, más grato aún, de quienes lo toman por antojo, como si fuera un néctar.  

Hay otros batidos de chocolate que se consumen en cafeterías. Hay quienes le añaden un huevo crudo y lo toman caliente acompañado de pan con mantequilla. El skimo de Temístocles Collias se disfruta desde 1934 en el mercado José María Pino Suárez. Se toma frío, en vaso alto. Su espuma dibuja un bigote sabroso, divertido, que otorga a los adolescentes una mayoría de edad que ellos desaparecen de un lengüetazo. 

Fue un acierto que la descendencia del señor Collias industrializara el polvo conservando el toque artesanal. Aunque es difícil conseguir en casa el sabor que nos da el puesto ubicado en el ala noroeste del mercado Pino Suárez. Se llama Grykos, nombre de la aldea de pescadores donde Temístocles nació. Quizá al joven Temístocles Mazatlán, con sus mujeres hermosas, su puñado de islas radiantes y sus pescadores de esquife, le recordaba Grykos. Aquí, donde la luz era la misma, solo faltaba que los pescadores tendieran los pulpos al sol.

En un tiempo Grykos fue el sitio de reunión de jóvenes enamorados. También las madres lo hicieron suyo para enamorar a sus hijos al consentirlos con la bebida luego de obtener, a cambio, la promesa de que cargarían la canasta con las compras del mercado; o que, si eran niñas, fueran una grata compañía hasta volver a casa.

Numerosas familias de los pueblos del sur de Sinaloa migraron a Mazatlán por la revuelta agraria cardenista de mediados de los años treinta. Eran familias mutiladas. Ojalá que tomar un skimo haya significado una bienvenida amable al puerto, la conquista de un estatus de ciudadanía.

En la bolsa que contiene el polvo creado por Temístocles Collias Kiriazi viene una foto suya. En ella aparece un hombre de gran aplomo con una pisca de vanidad en el porte. A pesar del relieve de las entradas parece joven. En la ficha no dice si el inventó lo hizo en Grecia, a orillas del mar Egeo, o en Mazatlán, tocado por la inspiración del Océano Pacífico. Tampoco se anota su fecha de nacimiento.

El nombre de este griego insular, Temístocles, es un clásico. Su bebida espumosa también. La postal que nos manda desde la isla de Patmos es el skimo. Su saludo es un lucero en la cartografía gastronómica mazatleca. 

*

Hubo en Mazatlán una sociedad mercantil creada en 1927 por los empresarios Juan D. Panas, Jorge Chaprales y Jorge Dablantes. La sociedad se llamaba Circuito de Occidente. Se dedicaba a “la explotación de toda clase de espectáculos en los teatros de los estados de Nayarit, Sinaloa, Sonora y el territorio de Baja California”. Fue una empresa ambiciosa, única en su género en la historia de nuestra cultura; arrancó con un capital de cinco mil pesos. Su objetivo era producir espectáculos desde nuestra región. Cubriría un corredor geográfico amplio y planeaba “arrendar o construir edificios para tal efecto”, según lo asienta un acta notarial consultada en el libro Inmigración griega a Sinaloa de Gustavo Aguilar. 

La base de operaciones de la sociedad mercantil fue Mazatlán, y aunque no sabemos nada más de su destino en las otras plazas, se infiere que no tuvo éxito. Con Circuito de Occidente como empresa afortunada, ahora Nayarit y el noroeste de México serían una potencia en las artes escénicas. A una región acostumbrada a ser desde siempre un destino irregular de las compañías itinerantes, a ser anfitriona de las sociedades de beneficencia que improvisaban en teatros de lujo espectáculos con fines altruistas, estos empresarios griegos tal vez le iban a dar un impulso definitivo para conseguir cierto estatus de autosuficiencia artística.

Otros griegos, fieles a su amor por las artes, daban en ese tiempo funciones de cine ambulante en los pueblos de los alrededores de Culiacán. Tal vez al transitar en sus carretas por la tierra fértil del valle, entre ríos, arroyos y represas naturales, tuvieron una visión: se soñaron como grandes agricultores. 

Luego de curiosear en el arte, los griegos olvidaron a Apolo y se entregaron a Deméter. La agricultura del valle de Culiacán, donde introdujeron los cultivos de legumbres, fue otra con su laboriosidad. La buena fortuna para algunos miembros de esta comunidad estaba por llegar, aunque irrigada con tintes trágicos.

*

Los héroes griegos de la guerra de Troya hacían sacrificios para propiciar el favor de los dioses; el humo de la carne de res llegaba hasta el monte Olimpo y eso les agradaba. Los dioses tenían a la mano la ambrosía para completar sus apetencias. Nosotros, tropicales al fin, tenemos el skimo.

Haré algo sencillo: tomaré uno mientras leo el canto III de la Ilíada donde combaten Paris y Menelao, y Helena es llevada por Afrodita al lecho nupcial donde la espera Paris. Todo un placer.

Comer en altamar

Por Juan Esmerio

Si alguna vez te embarcas, nunca te pelees con el cocinero porque te quedas sin comer. 

Esa advertencia la repetía mi hermano José Ángel, el Chori, que se embarcó en buques camaroneros durante veinte años y, hacia el final de su carrera, también fue cocinero.

Lo mismo que el buen comer mientras se navega, las riñas son frecuentes entre la tripulación, sobre todo entre los mazatlecos, a los que su espíritu libre les dificulta entender, y respetar, las jerarquías. Un marinero puede terminar a golpes con el capitán porque no coinciden en métodos de trabajo, en las rutas de pesca o porque el capitán hizo un reparto injusto de la rebusca. También pueden pelear por las mujeres que los atienden en las cantinas. Contribuye a ello el ambiente de nervios crispados por las guardias y las faenas que los mantienen durante días sin dormir en los primeros viajes.

Dejemos en la cubierta los pleitos y las redes que suben repletas de camarón U12 (agradable abreviatura: evoca el nombre de los primeros submarinos) y entremos a la cocina de un buque camaronero. Bienvenidos. Es una cocina de fonda. Los buques son pequeños por necesidad (miden trece metros de eslora), así que el comedor, y las literas, tienen dimensiones de buhardilla parisina.

A bordo se prepara desde pozole hasta chiles rellenos. También menudo y cazuela. En la bodega hay despensa para un mes (tiempo promedio del viaje). Abundan las carnes. Papa, zanahoria y chayote representan a los vegetales; y tomate, chile, cebolla y cilantro, esos caballitos de batalla de la cocina popular. De fruta hay plátano y limón. No debe faltar el queso para los frijoles.

No se deja de comer, así estén las redes por reventar. Eso significa una mayor carga para el cocinero, que a su trabajo debe sumar las faenas en la cubierta: separar el camarón por tallas, descabezar, encostalar.

 Los marineros laboriosos juntan, para redondear sus ingresos, para su familia o para regalar, o todo junto, calamar, pulpo, langosta, caracol, jaiba, huevada, caballito de mar; y filetean y orean pescado fino.

Es complicado cocinar con marejada. En especial cuando se hacen caldos. Como una bestia que viaja encadenada, así se atan las cazuelas y ollas a la estufa para evitar derrames.

Se asume que, para embarcar, un cocinero es primera cuchara; si no les, será bajado en cuanto el buque toque puerto. Chori me contó que más de una vez tiró la comida por la borda, y la hizo de nuevo.

Ningún tripulante se preocupa, pues, de los sabores. Sabe que habrá calidad. La preocupación reside en la puntualidad y la abundancia con que se sirve. 

A los tripulantes les cuesta fluir: decir elogios al cocinero. Guardias, descargas, remendar redes, aplicar melaza al camarón y lavar la cubierta luego de cada lance los vuelven parcos, aunque en tierra firme sean boquiflojos. Un cocinero no teme a la crítica. Cualquier marinero le puede decir:

-Qué rica su agua hervida, maistro.

Para referirse a un caldo. 

Es el marinero el que debe temer por la reacción del cocinero que, si es resentido, le limitará disfrutar de los privilegios complementarios: galletas, refresco, gelatina. Él es el dueño de la llave de la despensa.

El propietario de un restaurante, una carreta o una fonda evita comer lo que vende; no quiere lastimar las ganancias. Los pescadores no tienen ese freno. Lo mismo que los pitaras, comen a manos llenas, sobre todo a partir de que José López Portillo les entregó los barcos pesqueros que eran propiedad de armadores. Nadie se echa en cara su glotonería. Solo el pavo (aprendiz) al principio evita comer para evitar la náusea y el mareo. 

Pescadores y campesinos riman en sus horarios en la mesa: a las cinco de la mañana los pescadores hacen la primera colación: café con pan o quequis. A las siete, desayunan; a la una, comen; y a las siete, cenan. Claro que esa rutina se ve trastocada por el trabajo intenso. Después del tercer viaje, una vez que se asienta la temporada, esos ritmos alimenticios son los que imperan.

Los pescadores aman la avena, el atole y el chocolate en invierno, más real en altamar que en Mazatlán. Esas bebidas que no consienten las nuevas generaciones. También toman agua de sabores artificiales (algunos cocineros curiosos llevan jamaica y ciruelas deshidratadas). 

No falta el marinero que mira las estrellas con un café instantáneo. O el marinero que, evocando el sabor de una cerveza en una limonada, alucina la cabellera encendida de la mesera que lo atiende en la cantina (su esposa dice “lo despluma”) mientras mira el atardecer. O el marinero que oye su nombre de labios de una sirena.

A bordo están prohibidos el alcohol y las mujeres, motivos de posibles disputas, y las armas de fuego.

En la cocina del buque se crean exquisiteces. Abundan las recetas con camarón y pescado. Se eligen tallas mayúsculas. Se hornean meros, se fríen robalos, se hacen ceviches. Se comen estofados prohibidos. Los ingredientes primarios tiemblan en las manos del cocinero. Los ingredientes secundarios (cualquier tipo de vegetales) serán discretos siempre. El color de la mar debe prevalecer siempre sobre los colores de la tierra. 

La misma vastedad y exquisitez que muestran los pescadores en la mar, la muestran en casa con la familia: los pescados y mariscos son el pan de cada día. La palabra hartazgo nunca saldrá de su boca. 

No hay crítico gastronómico más intolerante que el cocinero de barco; su celo por las recetas lo convierte en un juez atroz. Se puede salir de un lugar donde no le gusta lo que probó. Tal vez se quede y no coma, solo beba, pero paga sin chistar lo que ordenó.

Tampoco hay nadie tan generoso como el pescador: nadie es tan compartido con el fruto de su trabajo. No piensa en los desvelos trituradores, en las jornadas laborales que desempeña y que superan las propias del capitalismo salvaje. Sus regalos son propios de noble.

Nadie reparte el dinero como ellos. Hablo de los buenos tiempos, cuando los buques llegaban con las bodegas rebosantes, cuando la industria del camarón se vendía en dólares al mercado de Estados Unidos a través de Ocean Garden, cuando los cheques más rutilantes eran los de Banpesca. Si los alemanes que crearon la Cerveza Pacífico hubieran vivido en el Mazatlán del último tercio del siglo veinte, con las ganancias obtenidas habrían construido una tercera torre de oro. Sería color azul: el color del crustáceo de exportación.

La única vez que me embarqué (apenas una noche), me improvisé de cocinero. Cuando superé las arcadas, ayudé al Chori a hacer la cena e hice yo solo el desayuno. Alimentar a la tripulación me impidió ver el arribo a puerto con que soñaba. Al atracar subieron otros hombres ajenos al barco. Eran esas gaviotas de muelle que revolotean en los puertos. También se les sirvió desayuno. El viaje fue para probar una máquina. Aun así, se echaron las redes, que volvieron con algo de fortuna. Al bajar, el capitán me repartió a mí en la misma proporción que al resto de la tripulación. 

El hermano pródigo volvía barbado, con el talegón repleto de ropa sucia, el ánimo festivo y sin sueño, y con una fauna múltiple y numerosa. La familia y los vecinos del barrio éramos felices, sin importar la fatiga que significaba limpiar tanto pescado (estaban a mano los cuchillos afilados). Seguían semanas de sabor y abundancia.

Chori traía también una flor. Sus pétalos flotaban en agua de mar dentro de un frasco de Nescafé. Era un milagro que los equipos de pesca no la hubieran dañado. Estaba en casa como un prodigio de las profundidades. Bien podría lucir en la cabellera de una diosa. Mi madre ponía la flor azul al centro de la mesa. Comíamos en santa paz.  

Mis fondos van a la fonda

Por Juan Esmerio

Me gusta comer en casa. Aunque de un tiempo a esta parte lo hago fuera. Uno de los lugares donde armo el desayuno es una lonchería en el interior del mercado Gustavo Garmendia. Hay otras en los alrededores donde también me he asomado. La que a mí me gusta es la más pequeña (apenas mide un metro y medio cuadrado), no tiene nombre y en un cartón en la pared del fondo está escrito: “Se vende comida”. Un poco más abajo, con el mismo tipo de letra, hay otro anuncio: “Se solicitan muchachas”. Leer esto último es alentador: no soy el único, me digo, como en ocasiones me hace creer el universo, que las requiere.

La originalidad del servicio reside en que le cocinan al cliente lo que este lleve, desde nopales con huevo hasta pescado frito (sea de cuerpo entero, o filete). Los puestos de los alrededores proveen de productos frescos que la señora Ramona, dueña del lugar y única cocinera, echa en sus cazuelas. Si el cliente lleva camarones, una de las tres chicas que le ayudan puede pelarlos; aunque yo he visto hacerlo a los propios clientes.

Hoy traje un kilo de tilapia que la señora Ramona fríe y me sirve —cortesía de la casa— con frijol, salsa y tortillas. Pone la mitad en un plato —soy de buen colmillo— y la otra mitad en un contenedor. Solo venden refrescos y café, pero una de las muchachas se ofrece a traerme un jugo de naranja en el puesto de más allá. Apenas caben un par de bancos en el puesto, pero se come rico (las mojarritas las pedí a punto de chicharrón) entre la algarabía de dos pericos que la señora trae al trabajo para no dejarlos solos en su casa, donde los tenía, por cierto, para que hubiera alguien que la recibiera al regresar. Los pericos empiezan con ánimo hablantín la mañana, dos horas después sucumben ante los coros alternos de los muchos locatarios del mercado. 

La señora, de voz ronca, aficionada al tabaco y a la gaseosa, está de buen humor siempre, aunque rara vez conversa porque siempre está atareada con sus cazuelas. Muchos locatarios y sus dependientes comen aquí, y en ocasiones hay verdaderas colas para que lo que uno lleva pase por los fogones de llama alta que la señora echa andar desde las siete de la mañana. El tiempo para que te sirvan varía; se recomienda llegar media hora antes. Ese tiempo yo lo aprovecho para leer o para investigar si en los puestos de pescado hay mero, hueva, mejillones o alguna otra rareza culinaria.

Las muchachas, de miradas tímidas pero que se hablan a gritos con los chicos que atienden los puestos contiguos, van y vienen con nuevos pedidos, o llevan los que están listos. Al entrar o salir de la lonchería dan pasitos apretados y caminan de lado porque dentro apenas se puede navegar entre el fogón, la señora Ramona y el lavabo, donde los trastes se apilan y que ellas lavan a una orden dada con un gesto de la patrona.   

Comer solo, si es que eso es posible en un mercado, no me desagrada. Rocío limón a los filetes y me llevo una tira de aguacate a la boca. Recuerdo a un amigo músico a quien Afrodita roza con su cabellera. Él me contó de sus amores con una asiática y de los lugares donde la llevaba a comer.

—Juanito —me dijo—, esta mujer ha comido en los mejores restaurantes del mundo. Su padre es un ingeniero que trabaja en una compañía petrolera poderosa. ¿Tú crees que yo la impresione si la llevo al lugar más exclusivo de la ciudad? La llevé a un mercado. Luego de dar la primera cucharada a una sopa marinera, me dijo, con ese sentido del ritual tan marcado en los orientales: —Qué delicia. Estos sabores no se dan en mi país. –Se refería al lugar, más que a la sopa. 

Mi amigo bien podría traer a su chica, aficionada al arte floral y a la meditación, a este lugar.

A propósito de orientales, en el mercado Garmendia me tocó ver a unos coreanos maravillados con los alimentos que se podían conseguir. Se demoraban en las pescaderías ante las jaibas y camarones. Eran traductores de una compañía de textiles que operó aquí un tiempo. No se explicaban porqué veían tanta gente en la calle alimentándose de comida nociva.

A quienes también veo son a mis amigos del Instituto. Pero ellos vienen después de la una, hora de la comida, y prefieren las loncherías de la entrada. 

Otro de los rasgos de la señora Ramona es su puntualidad de constructor egipcio. Solo cocina desayunos hasta las once de la mañana. El servicio de comida corrida se reanuda a la una de la tarde. 

Termino, y pago treinta pesos por el servicio, complacido de que haya lugares así, donde uno elija su propio menú. La propina la entrego a la muchacha que me partió el aguacate, pues intuyo que la dueña es muy respetuosa en ese sentido. Echo a andar por un pasillo estrecho que deseo desemboque en otra estación de mi vida. No olvido el contenedor, y lo llevo a María, Laurita o mi madrina Josefina, que quizá no hayan desayunado y a quienes estas lonjas de tilapia, pescadas al amanecer en la presa Sanalona, les harán un día feliz —como a mí.          

Desde las alturas oceánicas de El Farallón

Por Juan Esmerio

Un farallón entre la bruma maravilla a los viajeros.

En el restaurant El Farallón deslumbra la opulencia de la carta. Se necesitan semanas para degustar tantos manjares. Las entradas son tan atractivas como cualquier plato fuerte. El ceviche de robalo es una de ellas. Pido uno de inmediato. Sigo en la carta, encantado con sus palabras, y con el vaso escarchado que me ha vuelto a la vida después de caminar dos cuadras bajo el sol. 

El ceviche fresco, sea de pescado o de camarón, es algo más que un tente en pie; muchas familias lo disfrutan como plato único. Los japoneses heredaron sus artes de pesca a los mazatlecos luego de la primera guerra mundial; la red a remolque de un barco para capturar camarón, nociva para tantas especies. Tal vez a ellos se deba nuestro gusto por ingerir criaturas marinas crudas. Quizá también animaron a los patasaladas, una vez que les ensañaron a eviscerarlo para retirarle el hígado tóxico, a consumir pez globo, considerado incomestible desde antes de la llegada de los jesuitas por los naturales del septentrión mexicano. Esta receta ubicua se completó con el tomate que sembraron los griegos en el valle de Culiacán.

En Mazatlán el abanico comprende un ceviche de sierra molida con zanahoria; ceviche de camarón seco, y de sierra molida, con cebolla morada, pepino y un toque de cilantro. El primero y el segundo son secos y el tercero es húmedo.

Cuando llega mi ceviche de robalo me deslumbra la pureza de la carne: de tan blanca parece de color rosado. Se trata de un alimento que lleva sal, pimienta molida, limón, cebolla, tomate y pepino en cuadros. En ese orden. Puro partir, exprimir y rociar. Prometeo no es bienvenido. Es el jugo de limón, aportación española, el que cuece la carne. Pero no todo es tortas y pan pintado. El trabajo está en atrapar el robalo, un pez esquivo que habita entre rocas inaccesibles, reacio a morder la carnada. El otro trabajo está en cuadricular la carne con finura, luego de filetearla y quitarle las espinas, y, suma de todas las complicaciones, templar la carne en hielo y sal para otorgarle una consistencia de callo, y cuidar que no se refrigere en exceso para no quemarla. Es una carne que se debe preparar el mismo día, en el mismo instante que el cliente la pide. Los marisqueros de carreta, que enfrían con hielo, son muy sabios en estos procesos.

Cualquier modesto marisquero puede ser dueño de un secreto culinario. Así es en la cocina de mar. Hay que atender las palabras de quien tiene un cuchillo en la mano y despacha bajo un árbol como si de oír un oráculo se tratara. El ceviche de robalo, una vez sorteado el procedimiento descrito, se hace rápido. Yo copié de aquí esta receta.

En el mercado Gustavo Garmendia de Culiacán venden callos de corvina, robalo y lobina. Es una solución; además de callos se puede hacer ceviche. Hay que pedir al pescadero que cuide la sal, porque una vez salada la carne es difícil restar ese sabor, aunque se le añada dosis extras de pepino y limón. En Mazatlán los pescadores de lanchas deportivas y de barcos atuneros hacen con el guajo unos callos a los que les dan forma de loncha circular. 

El ceviche es servido con totopos, hechos aquí mismo, y con chile de árbol, al que hago a un lado pensado en las muchas horas que me restan por seguir trabajando sentado. 

Sostengo la carta como si fuera una carta de amor; lo es, para quien se considere su destinatario. Pido una segunda entrada, ahora caliente: pulpo al ajillo. Mi vocación de plagiario muere en estas claras circunstancias. Esta receta tiene su misterio. Cuando la hice, mi platillo se inundó. El que recibo está seco. Dinamita mis papilas gustativas. Me resigno a no saberlo hacer y a comerlo aquí cuantas veces pueda.

Pido una copa de vino tinto a la temperatura ambiente. Creo que la cerveza fría no le va a este plato caliente. O quizá mi cambio se deba a la fidelidad a una enseñanza paterna: no mezcles, al comer, caliente con helado; cuida tus dientes. El mesero, cordial desde mi llegada, me mira y se da la vuelta.

Quiero paladear con mística germana pero la desmesura me domina.

Dime el destino de tanta comida, dice mi amorosa compañía, y toca mi cuerpo, la cintura talla treinta.

Soy un Goloso de Rodas. Lo sabes bien, mujer. Qué quieres. Ven.

Ahora estoy solo. Eso es algo que me sucede en este restaurant: a pesar de los otros comensales, muchos de ellos hermosas, me siento solo, concentrado como estoy en los alimentos. No le pierdo la vista a las ventosas de este noble animal ni a las tortillas de harina minimalistas cuya dosis repito. Los cocineros de El Farallón comprenden bien un precepto gastronómico esencial: los detalles importan. Una sola persona hace las tortillas. Mi boca me dice que, por su dulzura, son manos de mujer. 

Avanzo sobre el pulpo al ajillo, y recuerdo un poema de Matzuo Bashō:

                                              pulpos en jarrón                                               

y su sueño efímero

luna en verano  

蛸壺やはかなき夢を夏の月

松尾芭蕉

Me sorprende la visión del poeta. En el Japón de sus tiempos se pescaba el pulpo con jarrones, la misma técnica que se usa ahora en las costas del sureste de México. Al momento de entrar en el jarrón, el pulpo se cree a salvo, como en otra cueva cálida. Pero su sentimiento de libertad fue fugaz: ha caído en una trampa. Lo sabrá cuando el pescador tire de la soga y levante el jarro y lo deje en su barca. Es en el verano, estación que los pulpos prefieren, y durante la luna llena, que los impulsa a salir. Bashō en tres versos atrapó procesos múltiples.

Hace una semana supe que vendría a Los Mochis. Desde entonces me engañé: una sopa sería mi plato fuerte este día privilegiado. Quien haya tenido el honor de probarla me excusará el haber roto el orden del buen comer. Yo, tratándose de este placer, también me perdono: esa sopa es, creo, la más exquisita creación de la casa. Se llama sopa de buche y está hecha de la vejiga natatoria de la corvina, o la lengua, o la cabrilla, y una pisca de otro pescado para corporizar el caldo. La cabrilla es un pez modesto que aquí potencian asándolo; hay de color verde y de color cocoa, ambas con manchas blancas. Cabrillas le llaman los sinaloenses del campo a Las Pléyades. Me gusta su nombre estelar.

Cuchareo en silencio. El cilantro y la cebolla flotan en el caldo color oro desvaído; evité añadir limón; con el ceviche bastó. Su sabor me recuerda el agua donde se cuece el caracol. Su textura es un poco más delgada que la sopa de tiburón. Se parece al estofado de panza de atún que elaboran los pescadores de sedal de Mazatlán (ese es rojo).

Me veo espumando la sopa. ¿Soy, por ventura, quien destiló este elixir para disfrute propio? Cuando fui a lavarme las manos intenté asomarme a la cocina. Siempre lo hago, en cualquier restaurant donde esté. ¿Tuve suerte y conseguí entrar y permanecer ahí frente al caldero hirviente? ¿Metí mi cuchara, luego volví a mi mesa, satisfecho?

Sigo extático. Recuerdo lo que dijo Myriam Moscona cuando conoció el aguachile con callo en una marisquería de barrio en Culiacán. Picoteamos nuestros platos en silencio. Al final de la comida, ella dijo: esto es orgásmico.

¿Cómo hace Los Mochis, ciudad de tierra adentro, para comer mariscos y pescados frescos? Porque parece que uno está en El Maviri respirando la brisa. El privilegio se debe a su vecindad con los campos pesqueros del mar de Cortés, que, a su matiz bermejo, le añade ser pródigo. 

Los viáticos siempre serán insuficientes. No importa. Después de esta comida, por respeto a los cocineros, no cenaré. Me despido de la carta con el guiño que me hacen los caracoles tipo abulón para la otra vuelta. Antes que nada, va la propina. Por un instante soy un príncipe. O un tritón glotón. 

Salgo con el mismo ánimo de Jasón luego de comer mariscos para su boda con Medea.

En El Farallón el día fosforece.

Nota: la traducción de los versos de Matsuo Bashō (Japón, 1644-1694), directa del japonés, es de Cristina Rascón Castro.

Que hacer con un kilo de camarón seco

Por Juan Esmerio 

Las tribus costeras del sur de Sinaloa emplearon la técnica de “salar para conservar” en los camarones y los peces que desbordaban los esteros de la región. Hay depósitos salinos en el rumbo, sin descartar que también podían incluir la sal tomando el agua para sus cocciones del estuario, luego de espantar un flamingo crepuscular. La técnica se conserva hasta hoy. Consiste en medio cocer, salar y luego orear el crustáceo, lo que garantiza el buen estado del animalillo durante meses.

Hay varias maneras de comer el camarón seco. Empecemos por la más sencilla, que consiste en remojarlo en un plato que contenga limón y salsa Guacamaya; si a usted no le gusta el picante, un buen sustituto es salpicar el jugo con salsa tipo inglesa. Esta forma es preferida por quienes gustan de botanear. Así servido es un excelente tentempié. Hay quienes tratan de pelar el camarón (la cascara adherida al cuerpo, fuente de calcio, rara vez queda totalmente suelta) y otros comensales solo le quitan la cabeza. Es curioso ver que mientras comen el aperitivo, sea a medio día o a media tarde, ciertas mujeres y hombres van guardando en otro plato las cáscaras y las cabezas, a las que días después despojarán de los ojos —transparentes cuando estaban vivos, rojos al cocerlos y al final negros— para, una vez que las muelan, destinar a otro platillo.

Una receta nueva es hacer ceviche. Pero cómo, dirá el lector, si la esencia del ceviche es que el pescado o el camarón estén crudos. De hecho, en su preparación se siguen las mismas instrucciones del ceviche: luego de moler el camarón (sin cola, sin patitas y sin cabeza) se le agrega el limón y enseguida la zanahoria, el pepino, la cebolla morada y un toque de cilantro (todo picado con finura). Como no es necesario que la carne se cueza en jugo de limón, con esta entrada se come en poco tiempo; aunque claro, es mejor dejarlo que pierda temperatura en una hielera o en el refrigerador.

Si sus invitados privilegian el sabor por encima de las formas, guarde el ceviche en una bolsa de plástico —sobre todo si lo enfría en hielera, lo que es recomendable— y no en esa hermosa ensaladera que iba a lucir al centro de la mesa. Ese detalle es uno de tres secretos de los marisqueros de carreta para hacer de la pulpa de un modesto pescado, el ceviche que lo hace a uno no medir las tostadas que se come.

Esta receta es la perfecta síntesis de las aportaciones de mazatlecos, que hacen así el ceviche de sierra, y escuinapenses a la cocina de México. Escuinapa es uno de los pocos lugares en Sinaloa donde la carne asada perdió desde hace tiempo la apuesta a la hora de decidir qué comer. 

Se recomienda no moler el camarón en una licuadora; se estropean las aspas.  

Con los años he ido ganando flexibilidad al cocinar, así que sugiero que este ceviche se sirva, por separado, con corazones de lechuga y aguacate, incluso con cuadritos de betabel a manera de entrada. Pero en lo que no cedo es en que se unte mayonesa a la tostada, pues desaparece los otros sabores.

También se hacen tacos dorados con este animal que es considerado por algunos legos respetables como un gusano de mar. Por fortuna en tierra caliente no tenemos problemas, desde Juan el Bautista hasta los indígenas del sureste mexicano, para ser entomófagos, sean los insectos de mar o sean de tierra.

Yo los prefiero de machaca: me parece que con el camarón seco no hay una auténtica integración entre la tortilla dorada y la carne que alberga; lo que sí sucede cuando se guisa el camarón (los abuelos lo agradecen: es más blando) en aceite de oliva; de ser así este debe ser de talla mediana. El taco me sigue pareciendo un ingenio de nuestros cocineros del sur (son hombres los que los sirven, pero seguro es obra de mujeres) que han hecho de él una comida de precio accesible por la escasa verdura con que es servido: repollo (la lechuga del pobre), cebolla morada curtida y partida en tiras y un caldo donde predomina el sabor a orégano. El taco, a diferencia de los tacos dorados de tierra adentro, se sirve a todas horas, y es posible comerlo en los alrededores de la iglesia de Escuinapa, acompañado de un tejuino, sin nieve por favor, de don Popochas.

La polémica, no obstante, es si a la orden se le rocía el caldo o se sirve por separado; quedan excluidos, por una prohibición culinaria hebrea que respetaban nuestros antepasados (no mezclar leche con peces ni mariscos) y por diacronía, la crema y el queso cotija rayado, lácteos que le van bien a los tacos dorados de carne con papa y de papa sola. Miguel Ángel Manzano prefiere no estropear la vista del platillo —una mezcla de colores siempre grata— y pide le pongan la tacita aparte para beberla a sorbos como si fuera un café tibio; lo cual es una manera, me parece, de anticipar la sobremesa. Antes él mismo le exprimió unas gotas de limón, que una muchacha de ojos chispeantes y caderas saltonas le trajo del huerto que está en el patio del restaurant.

(Bendito limón, ¿qué sería de nosotros sin este cítrico traído por los navegantes españoles, enterados como estaban de los estragos que causaba el escorbuto en la tripulación, aunque en nuestra región aquellos encontraron en las aguamas un manantial de vitamina C, aunque doloroso, para aliviar sus encías ennegrecidas. ¿Cuántas hectáreas de bosques y toneladas de gas hemos ahorrado con esa forma de cocer el camarón y el pescado, y cuánto tiempo? ¿Qué otro ingrediente es el perfecto amigo/ enemigo de las glándulas salivales?)

Otro platillo de lujo son las tortas. Se emplea aquí el mismo procedimiento que se usa para cocinar tortas de papa o de calabacita (batir el huevo, capearlo y freírlo con la masa del ingrediente que se ha elegido). Si son tiempos de bonanza se hacen del cuerpo del camarón. También se pueden hacer de las cabezas que guardamos al principio. El caldo se prepara, como en los dos casos citados arriba, con tomates cocidos y licuados, y se sirven con un arroz blanco a la mantequilla sin sal, que además de dar color matizará el sabor a sodio de las tortas.

Una ocurrencia fue hacer pasta con camarones. Pero la receta no alcanzó la mayoría de edad entre mis comensales, culichis demasiado sensibles de olfato que se quejaron del perfume de yodo que emanó al abrir el recipiente. Esa tarde en la oficina los ventiladores no pararon hasta el cierre del Instituto.

En Isla del Bosque, un pueblo de agricultores y pescadores cercano a Teacapán, cené camarón seco a falta de queso. Antes de servirlo, la señora Marina, mi infatigable anfitriona durante mis años de universitario, lo calentó en un comal. Ya oigo las quejas para quienes el colesterol es un azote que luchan por mantener a raya. Yo he comido pescados y mariscos a deshoras y nunca he sentido la más leve indigestión. Incluso luego de una de las frecuentes comilonas en casa de mi hermano Chori en Mazatlán he estado tentado a hacerme una prueba para conocer mis niveles de grasa en las células. No he cedido a la curiosidad, confiado en que al día siguiente caminaré por la rivera meridional del bajo Tamazula en Culiacán, río arriba y río abajo, algo que siempre disfruto, no importa que sea el verano. 

Cuando se cocine el ceviche y las tortas se obvia la sal. El sabor dulzón de la zanahoria, en el primer caso, es un excelente contrapunto para el paladar, y el caldo de tomate, en el segundo, neutraliza su poder de erosión en la boca.

La lengua protesta por la rudeza con la que es tratada. Se recomienda tomar agua de jamaica mientras se come en familia y despachar de postre conserva de calabaza; o, si se tiene aún cierto ánimo de niño, tomar un helado de pitaya, fruto mítico ligado a la toponimia de Sinaloa, y que la señora Juana, del pueblo de San Javier, ha rescatado en sus paletas inigualables para deleite nuestro. Como todos los placeres de la vida, este fruto granate es efímero como un relámpago, y solo se come durante el mes de mayo (lo mismo que la ciruela y la lichi), previo a la temporada de lluvias, que obra en su contra.

Pero la rudeza tiene sin cuidado a los hombres del mediodía, que con un seis de cerveza pueden devorar hasta un kilo y mandar por otra bolsa a la marisquería más cercana.

Antes de la llegada de los sistemas de refrigeración el camarón seco se guardaba para el piojo, ese tiempo demoledor —no solo por el clima húmedo sino por la falta de empleo, antes de la apertura de la veda— que pone a prueba el instinto de sobrevivencia de los habitantes del sur de Sinaloa. Con el camarón de cultivo las bolsas han ganado en vista y volumen, aunque para los ortodoxos el de estero sea insuperable.

Ahora una autopista bordea Escuinapa, y los puntos de venta están a la salida norte si se viaja de sur a norte, y viceversa. Cuenta Dámaso Murúa, el narrador que inmortalizó la picaresca de un personaje del lugar, que el trazo de la carretera federal cruzaba el centro del municipio porque un alto funcionario prometió a su novia que esta pasaría justo afuera de su casa. En el sur, hombres y mujeres están atentos a la luna y a la marea, y a la temperatura de la cerveza, y viven libres, entregados a sus cuerpos. Un aroma sensual en el ambiente compite con el de las congeladoras.

El camarón se ofrece en dos presentaciones: en bolsa de plástico y, cada vez menos, en barcina, invento autóctono que es un envoltorio redondo hecho de palma tejida que lo preserva de bichos. El camarón —crudo, cocido o en congelación— no pierde nunca ese tufo a raíz de mangle y lecho de estuario, afrodisíaco irresistible para las moscas —y para ciertos glotones que percibimos en ese olor las esencias puras de los minerales salinos de la arena.

La técnica de deshidratar se ha extendido a la fruta, y del mango Kent se hacen unas tiras con chile que son adictivas. Las huertas de mango rodean Escuinapa como lo hacían los ejércitos del Gran Khan durante sus batallas.

Nota bene para el cocinero y algunos puntillosos comensales: el olor de camarón en las manos se quita lavándose con bagazo de limón, tomate fresco o tortillas hechas a mano. Aunque el olor pervive en las uñas como ciertos aromas de amor que sobreviven, en los hombres, incluso después de un baño.

Si usted no quiere arreglar (verbo usado en Escuinapa como sinónimo de cocinar, como si esta actividad fuera un complejo proceso de alta ingeniería mecánica y los productos de la naturaleza piezas de un cosmos generoso a las que solo hay que dar una vuelta de tuerca para convertirlos en una delicia irreprochable), si usted no quiere, decía, tocar por hoy un kilo de camarón seco, guárdelo, que sea en un lugar apartado, y si cambia de opinión a la vuelta de un año, aún puede disfrutarlo con alguna de las sugerencias de este texto. O con aportaciones de su propia imaginación. 

     

Restaurant de camioneros

Por Juan Esmerio

En el kilómetro sesenta de la carretera federal 15 Mazatlán Culiacán hay, en una elevación del terreno, un restaurant que, sobre las montañas de la Sierra Madre, mira al oriente. Es atendido por mujeres silenciosas. Sus clientes son camioneros, automovilistas, vecinos de otros pueblos y gente del puerto. Se sirve un platillo: carne asada.

La carne está hecha a las brasas de la leña. Todo está cocinado a la leña: el frijol de la olla y las tortillas; o a las brasas, donde se tatema el tomate y el chile serrano para la salsa. De esa rusticidad, de esas artes primigenias, proviene su encanto.

Que el corte que se ofrece no sea de primera se resuelve con ingenio: la carne antes de ser presentada al fuego se ha curado en sal gorda, se ha troceado en cuadros pequeños y se ha espetado, a la manera que la cocían los vaqueros. Las reses son de la región, alimentadas con libertad en los pastos lujuriosos del trópico. La carne es fresca. Me atrevo a decir que no se ha refrigerado. El punto de cocción a la que se sirve es tres cuartos. Ni siquiera eso debe señalar el cliente: es el sello del restaurant: servir la carne húmeda y en abundancia; cuatro comensales pueden chuparse los dedos con dos órdenes. (Orden, media orden: esa palabra, otra forma de medir, se sigue usando en el campo para referirse al consumo.)

¿Por qué no es un corte de primera? Por dos razones: uno: ese tipo de carne está en el gusto de los lugareños desde tiempos inmemoriales. Sus colmillos son rudos y no dan tregua cuando es hora de hincar el diente. Incluso grandes ganaderos, como don Héctor Zazueta, afirman que el mejor corte de una res es el pecho. Lo mismo dice mi carnicero, a pesar de que es una carne dura y con grasa, difícil de asar (al escurrir, la grasa levanta llamaradas). Dos, se piensa en el bolsillo del cliente.

Una puerta divide el restaurant de la cocina, y desde ciertas mesas se puede observar la hornilla de barro, los lengüetazos amarillos y azules de las llamas, el comal y el humo que colorea de negro las paredes. No hay lugar aquí para guardar secretos.

Entonces llega el olor dulzón del tomate asado. Ahh.

Las animadoras del restaurant, como se dijo, son mujeres, pero, salvo las tortillas, quienes lo operan son hombres: ellos asan la carne y los vegetales, ellos controlan el fuego: atizan y organizan las brasas; colocan las ollas, las vigilan y las retiran para que no se recueza el frijol. A menudo su cuerpo luce manchado de tizne como el rostro de Hefesto.

¿Es bienvenido un vegetariano en este imperio carnívoro? Con pitos y flautas. Aquí más de un comensal, por puro gusto y nostalgia, hace a un lado la carne y sólo devora frijol de la olla (o frijol en agua y sal, como le llaman en Culiacán), tortillas hechas a mano, queso y salsa de molcajete, el menú básico de la abuela. ¿Hay un platillo más vegetariano que este? Lo dudo. Incluso los veganos pueden prescindir del queso y aun así ser felices.

El queso de acompañamiento no es de la familia de los que se gratinan; es el queso ranchero de la región, que se hace en los pueblos contiguos a La Noria desde hace seis generaciones. Tampoco se hacen quesadillas. En cambio, cumplen caprichos: puedes pedir la salsa con más o menos chile, o sin chile; puedes pedir más salsa; puedes solicitar que te tuesten las tortillas; puedes comer ahí mismo el queso que has comprado para llevar a casa. En fin, nada te niegan. Las reglas de etiqueta son otras, cordiales por ser esenciales.

No creo que el propósito del dueño sea conservar la comida básica de las familias de la región, pero lo ha conseguido. Como los pescadores de San Felipe, en Baja California, que comían langosta con frijol de la olla y tortillas de harina, y ahora es una zona restaurantera de carácter internacional, él vende lo que come. Es fiel a una tradición culinaria. Por eso nos agrada lo que ofrecen, la sencillez del lugar. Aclaro: no es que en el pasado el consumo de carne fuera generalizado entre la población, más bien era irregular, y era complementado con otros muchos animales de monte y peces de río y bogavantes. Pero este era uno de sus platillos de fiesta.

Entre quienes fatigan el volante circula una leyenda de carretera que dice que hay otros lugares donde se come venado, jabalí, presas de caza mayor. No he tenido el placer. Prefiero este. Aquí no hay manera de perderse. Y se come sin riesgos.

Se agradece la discreción del lugar, donde el estruendo de la música aún no llega y las imágenes de la televisión no apartan la atención de la familia. Uno mismo se mimetiza y come en relativo silencio, frente a las montañas que colorean las amapas si es tiempo de lluvias.

Una tarde un hombre joven llegó aquí con el padre enfermo sobre sus espaldas. Eran un Eneas de la playa que huía de la burocracia y un Anquises que huía de los médicos. Esa fue la última vez que compartirían, junto a otros amigos, el pan y la sal. Y fue en este lugar, cercano al pueblo donde nació el anciano y al que nunca volvió.

Julio Cortázar decía que a él le hubiera gustado ser camionero. Creo que, de ser así, este podría ser un recodo grato de su itinerario. Las orillas de la carretera Mazatlán Culiacán, cruzadas por el reverberar de las luces y sombras del trópico, están dominadas por la maravilla.

Recuerde: antes de llegar a Mazatlán o cuando salga del puerto, si viaja por la carretera federal, baje la velocidad: un restaurant sin una señal que lo anuncie, sin nombre, sin carta, sin pretensiones, con otro sabor, lo espera para recordarle que, si usted lo desea, la vida es sencilla y placentera. Será bienvenido.

Aguachile con callo y con invitada

por Juan Esmerio

Mi amor por septiembre se finca, como todos los grandes amores, en una creencia: si llegué a él sobreviví al verano corrosivo, a los gastos escolares, a las deudas. Aunque faltan cinco quincenas, veo próximo el aguinaldo, tiempo de saldar esos pendientes, o, por lo menos, de abonar más fuerte. Así de terapéutica por el noveno mes del año es mi creencia.

A partir del tres de septiembre disfruto de una luz menos obstinada. El viento del este llega al valle cargado de mayor presencia serrana. El ambiente es más ligero al amanecer.

Claro que la humedad persiste y quizá ni el otoño ni el invierno sean una garantía de que la temperatura llegue a los dieciocho grados. Nada importa si habrá camarones de todas las tallas, frescos, a precio de ganga, para hacer tantas recetas como a uno se le antojen.

Lo primero que se me ocurre, por razones prácticas y placenteras, es hacer un aguachile con callo. El buen precio del camarón compensa el precio exorbitante del callo.

El aguachile con callo es un obsequio a la vista servido en una fuente. Lo llamo “mi pequeña bacanal”.

Compro un kilo y medio de camarón de talla mediana. No debe ser chico, ese es para el ceviche, ni grande, porque de ese tamaño cuesta que se cueza en limón. Compro un kilo de callo.

Entonces principia el ritual para el que me he preparado desde tres semanas antes. La primera etapa consistió en dejarme crecer las uñas, a las que he mantenido aseadas. ¿Por qué atendí el estado de mis uñas? Porque es más práctico pelar los camarones. Mi tío Humberto, recolector de ostras, me recomendaba mantener las uñas a medio corte, para mantener la fuerza de las manos.

Conservar la cola de los camarones es mi ilusión.

Una vez desvenados (menos las cáscaras, quedó un kilo), lavo los camarones con agua limpia: adquieren una blancura de mármol tierno. Verlos seduce. Enseguida lavo los callos. Preferiría no hacerlo, pero hay comensales a los que el líquido que manan los laxa. Septiembre es también el mes de los invitados, yo tengo una invitada, y no quiero que eso suceda. Luego de cortar los bordes donde todavía hay pequeños restos de vísceras (recordemos que el callo es un músculo que une la concha de un bivalvo), parto cada callo de manera longitudinal en dos mitades. Esa es la mejor manera de presentarlos para conservar su forma de media luna.

Guardo todos los ingredientes por separado en bolsas de plástico y los enfrío en hielo durante una hora.

Reanudo.

Monto los camarones. Es la parte de la composición que más disfruto. Sin el menor esfuerzo se consigue una singular geometría porque fueron cortados a la mariposa. Después coloco los callos de tal manera que no rivalicen en belleza. Exprimo limón. ¿Cuántos? Yo trabajo en múltiplos de tres, así que exprimí dieciocho limones.

Solo trabajo con las manos: la cebolla y el pepino los piqué antes. Los limones los corté después con otro cuchillo y en otra tabla para evitar que lo amargo de la cáscara contamine los sabores. Si no hay dos juegos, se debe lavar la tabla y el cuchillo luego de usarse, o partir el limón al final.

Las carnes están al dente, y adorno con cebolla cortada en tiras gruesas, de manera que parezca un arcoíris violáceo; sigue el pepino, al que quité las semillas y descarté que estuviera amargo antes de cortar en forma de arco.

Puesto que el aguachile con callo es un plato único, tuve tiempo de ensayar un secreto culinario que me heredó mi padre: muelo sal gorda y pimienta negra en bola en un molcajete, pongo a calentar la mixtura en un sartén. Mi padre fue un hombre de ideas vanguardistas; estaría contento de que su hallazgo (en qué década de su medio siglo de marisquero lo haría) sea ahora un secreto comunitario. Añado la salpimienta: colorea en forma discreta, como deber ser todo gran diplomático.

Prefiero usar un mortero de ébano, pero me tomé dos cervezas mientras pelaba los camarones, así que muelo en mis manos chiles chiltepines y chiles pico de pájaro. Es un pequeño toque de inspiración y carácter. Dios, qué mezcla, qué alianza, como la de generales chinos con guerreros mongoles.

Ante el crisantemo blanco,

las tijeras

dudan un instante.

Dice el poeta Yosa Buson.

La fuente está al centro de la mesa. Son pétalos marinos rozagantes. Mi invitada, ajena a esta perplejidad y armada con un palillo, acomete el aguachile con pulso de entomólogo.

Como si hiciera un collar de perlas, va engarzando callo tras camarón, pepino tras cebolla. Mordisquea una tostada. Remoja las piezas en el jugo de limón salpimentado antes de llevárselas a la boca. Sus dardos son finos y certeros. Cucharea el caldito, que se ha servido en un plato minúsculo. Pausa. Remata con un sorbo de cerveza ~y vuelve a empezar.

Ataco los camarones del borde. Apenas pruebo los callos y, en cambio, se los arreo a su plato como si fuera una cacería. Cuesta frenar mi impulso. Todo sea por agradar.

Mi invitada está en “mi pequeña bacanal”. Percibo su empeño gozoso en celebrar, con el rostro feliz, este platillo que es adictivo. Su mirada es una chispa de gracia.

Deja el palillo sobre su plato, gesto más parecido a mantener la lanza en ristre que a tomarse un descanso.

– ¿Qué tienes de segundo tiempo? ­– dice, mientras rocía con estilo unas gotas de salsa en un callo de muy buen tamaño.

Veo las cabezas; podría hacer un caldito. Ella lo prefiere caliente. Hum…, quizá haya tiempo. Pienso en la importancia de la complicidad de una mujer cuando se trata de que una pareja se atienda en la mesa. Es otro complemento.

–Ahora mis uñas están coloreadas de verde y rojo. Me gustan.

–Es un platillo tan antiguo como el cocinar mismo

respondo, y suspiro, esperanzado y contento.

Destapo otra cerveza (está más fría que la anterior) y la sirvo en tarros escarchados.

– Por el platillo que sigue  –dice mi invitada sonriendo, y brindamos.

 

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