Mis fondos van a la fonda

Mis fondos van a la fonda

Por Juan Esmerio

Me gusta comer en casa. Aunque de un tiempo a esta parte lo hago fuera. Uno de los lugares donde armo el desayuno es una lonchería en el interior del mercado Gustavo Garmendia. Hay otras en los alrededores donde también me he asomado. La que a mí me gusta es la más pequeña (apenas mide un metro y medio cuadrado), no tiene nombre y en un cartón en la pared del fondo está escrito: “Se vende comida”. Un poco más abajo, con el mismo tipo de letra, hay otro anuncio: “Se solicitan muchachas”. Leer esto último es alentador: no soy el único, me digo, como en ocasiones me hace creer el universo, que las requiere.

La originalidad del servicio reside en que le cocinan al cliente lo que este lleve, desde nopales con huevo hasta pescado frito (sea de cuerpo entero, o filete). Los puestos de los alrededores proveen de productos frescos que la señora Ramona, dueña del lugar y única cocinera, echa en sus cazuelas. Si el cliente lleva camarones, una de las tres chicas que le ayudan puede pelarlos; aunque yo he visto hacerlo a los propios clientes.

Hoy traje un kilo de tilapia que la señora Ramona fríe y me sirve —cortesía de la casa— con frijol, salsa y tortillas. Pone la mitad en un plato —soy de buen colmillo— y la otra mitad en un contenedor. Solo venden refrescos y café, pero una de las muchachas se ofrece a traerme un jugo de naranja en el puesto de más allá. Apenas caben un par de bancos en el puesto, pero se come rico (las mojarritas las pedí a punto de chicharrón) entre la algarabía de dos pericos que la señora trae al trabajo para no dejarlos solos en su casa, donde los tenía, por cierto, para que hubiera alguien que la recibiera al regresar. Los pericos empiezan con ánimo hablantín la mañana, dos horas después sucumben ante los coros alternos de los muchos locatarios del mercado. 

La señora, de voz ronca, aficionada al tabaco y a la gaseosa, está de buen humor siempre, aunque rara vez conversa porque siempre está atareada con sus cazuelas. Muchos locatarios y sus dependientes comen aquí, y en ocasiones hay verdaderas colas para que lo que uno lleva pase por los fogones de llama alta que la señora echa andar desde las siete de la mañana. El tiempo para que te sirvan varía; se recomienda llegar media hora antes. Ese tiempo yo lo aprovecho para leer o para investigar si en los puestos de pescado hay mero, hueva, mejillones o alguna otra rareza culinaria.

Las muchachas, de miradas tímidas pero que se hablan a gritos con los chicos que atienden los puestos contiguos, van y vienen con nuevos pedidos, o llevan los que están listos. Al entrar o salir de la lonchería dan pasitos apretados y caminan de lado porque dentro apenas se puede navegar entre el fogón, la señora Ramona y el lavabo, donde los trastes se apilan y que ellas lavan a una orden dada con un gesto de la patrona.   

Comer solo, si es que eso es posible en un mercado, no me desagrada. Rocío limón a los filetes y me llevo una tira de aguacate a la boca. Recuerdo a un amigo músico a quien Afrodita roza con su cabellera. Él me contó de sus amores con una asiática y de los lugares donde la llevaba a comer.

—Juanito —me dijo—, esta mujer ha comido en los mejores restaurantes del mundo. Su padre es un ingeniero que trabaja en una compañía petrolera poderosa. ¿Tú crees que yo la impresione si la llevo al lugar más exclusivo de la ciudad? La llevé a un mercado. Luego de dar la primera cucharada a una sopa marinera, me dijo, con ese sentido del ritual tan marcado en los orientales: —Qué delicia. Estos sabores no se dan en mi país. –Se refería al lugar, más que a la sopa. 

Mi amigo bien podría traer a su chica, aficionada al arte floral y a la meditación, a este lugar.

A propósito de orientales, en el mercado Garmendia me tocó ver a unos coreanos maravillados con los alimentos que se podían conseguir. Se demoraban en las pescaderías ante las jaibas y camarones. Eran traductores de una compañía de textiles que operó aquí un tiempo. No se explicaban porqué veían tanta gente en la calle alimentándose de comida nociva.

A quienes también veo son a mis amigos del Instituto. Pero ellos vienen después de la una, hora de la comida, y prefieren las loncherías de la entrada. 

Otro de los rasgos de la señora Ramona es su puntualidad de constructor egipcio. Solo cocina desayunos hasta las once de la mañana. El servicio de comida corrida se reanuda a la una de la tarde. 

Termino, y pago treinta pesos por el servicio, complacido de que haya lugares así, donde uno elija su propio menú. La propina la entrego a la muchacha que me partió el aguacate, pues intuyo que la dueña es muy respetuosa en ese sentido. Echo a andar por un pasillo estrecho que deseo desemboque en otra estación de mi vida. No olvido el contenedor, y lo llevo a María, Laurita o mi madrina Josefina, que quizá no hayan desayunado y a quienes estas lonjas de tilapia, pescadas al amanecer en la presa Sanalona, les harán un día feliz —como a mí.          

3 comentarios en "Mis fondos van a la fonda"

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

CLOSE
CLOSE