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Desde las alturas oceánicas de El Farallón

Por Juan Esmerio

Un farallón entre la bruma maravilla a los viajeros.

En el restaurant El Farallón deslumbra la opulencia de la carta. Se necesitan semanas para degustar tantos manjares. Las entradas son tan atractivas como cualquier plato fuerte. El ceviche de robalo es una de ellas. Pido uno de inmediato. Sigo en la carta, encantado con sus palabras, y con el vaso escarchado que me ha vuelto a la vida después de caminar dos cuadras bajo el sol. 

El ceviche fresco, sea de pescado o de camarón, es algo más que un tente en pie; muchas familias lo disfrutan como plato único. Los japoneses heredaron sus artes de pesca a los mazatlecos luego de la primera guerra mundial; la red a remolque de un barco para capturar camarón, nociva para tantas especies. Tal vez a ellos se deba nuestro gusto por ingerir criaturas marinas crudas. Quizá también animaron a los patasaladas, una vez que les ensañaron a eviscerarlo para retirarle el hígado tóxico, a consumir pez globo, considerado incomestible desde antes de la llegada de los jesuitas por los naturales del septentrión mexicano. Esta receta ubicua se completó con el tomate que sembraron los griegos en el valle de Culiacán.

En Mazatlán el abanico comprende un ceviche de sierra molida con zanahoria; ceviche de camarón seco, y de sierra molida, con cebolla morada, pepino y un toque de cilantro. El primero y el segundo son secos y el tercero es húmedo.

Cuando llega mi ceviche de robalo me deslumbra la pureza de la carne: de tan blanca parece de color rosado. Se trata de un alimento que lleva sal, pimienta molida, limón, cebolla, tomate y pepino en cuadros. En ese orden. Puro partir, exprimir y rociar. Prometeo no es bienvenido. Es el jugo de limón, aportación española, el que cuece la carne. Pero no todo es tortas y pan pintado. El trabajo está en atrapar el robalo, un pez esquivo que habita entre rocas inaccesibles, reacio a morder la carnada. El otro trabajo está en cuadricular la carne con finura, luego de filetearla y quitarle las espinas, y, suma de todas las complicaciones, templar la carne en hielo y sal para otorgarle una consistencia de callo, y cuidar que no se refrigere en exceso para no quemarla. Es una carne que se debe preparar el mismo día, en el mismo instante que el cliente la pide. Los marisqueros de carreta, que enfrían con hielo, son muy sabios en estos procesos.

Cualquier modesto marisquero puede ser dueño de un secreto culinario. Así es en la cocina de mar. Hay que atender las palabras de quien tiene un cuchillo en la mano y despacha bajo un árbol como si de oír un oráculo se tratara. El ceviche de robalo, una vez sorteado el procedimiento descrito, se hace rápido. Yo copié de aquí esta receta.

En el mercado Gustavo Garmendia de Culiacán venden callos de corvina, robalo y lobina. Es una solución; además de callos se puede hacer ceviche. Hay que pedir al pescadero que cuide la sal, porque una vez salada la carne es difícil restar ese sabor, aunque se le añada dosis extras de pepino y limón. En Mazatlán los pescadores de lanchas deportivas y de barcos atuneros hacen con el guajo unos callos a los que les dan forma de loncha circular. 

El ceviche es servido con totopos, hechos aquí mismo, y con chile de árbol, al que hago a un lado pensado en las muchas horas que me restan por seguir trabajando sentado. 

Sostengo la carta como si fuera una carta de amor; lo es, para quien se considere su destinatario. Pido una segunda entrada, ahora caliente: pulpo al ajillo. Mi vocación de plagiario muere en estas claras circunstancias. Esta receta tiene su misterio. Cuando la hice, mi platillo se inundó. El que recibo está seco. Dinamita mis papilas gustativas. Me resigno a no saberlo hacer y a comerlo aquí cuantas veces pueda.

Pido una copa de vino tinto a la temperatura ambiente. Creo que la cerveza fría no le va a este plato caliente. O quizá mi cambio se deba a la fidelidad a una enseñanza paterna: no mezcles, al comer, caliente con helado; cuida tus dientes. El mesero, cordial desde mi llegada, me mira y se da la vuelta.

Quiero paladear con mística germana pero la desmesura me domina.

Dime el destino de tanta comida, dice mi amorosa compañía, y toca mi cuerpo, la cintura talla treinta.

Soy un Goloso de Rodas. Lo sabes bien, mujer. Qué quieres. Ven.

Ahora estoy solo. Eso es algo que me sucede en este restaurant: a pesar de los otros comensales, muchos de ellos hermosas, me siento solo, concentrado como estoy en los alimentos. No le pierdo la vista a las ventosas de este noble animal ni a las tortillas de harina minimalistas cuya dosis repito. Los cocineros de El Farallón comprenden bien un precepto gastronómico esencial: los detalles importan. Una sola persona hace las tortillas. Mi boca me dice que, por su dulzura, son manos de mujer. 

Avanzo sobre el pulpo al ajillo, y recuerdo un poema de Matzuo Bashō:

                                              pulpos en jarrón                                               

y su sueño efímero

luna en verano  

蛸壺やはかなき夢を夏の月

松尾芭蕉

Me sorprende la visión del poeta. En el Japón de sus tiempos se pescaba el pulpo con jarrones, la misma técnica que se usa ahora en las costas del sureste de México. Al momento de entrar en el jarrón, el pulpo se cree a salvo, como en otra cueva cálida. Pero su sentimiento de libertad fue fugaz: ha caído en una trampa. Lo sabrá cuando el pescador tire de la soga y levante el jarro y lo deje en su barca. Es en el verano, estación que los pulpos prefieren, y durante la luna llena, que los impulsa a salir. Bashō en tres versos atrapó procesos múltiples.

Hace una semana supe que vendría a Los Mochis. Desde entonces me engañé: una sopa sería mi plato fuerte este día privilegiado. Quien haya tenido el honor de probarla me excusará el haber roto el orden del buen comer. Yo, tratándose de este placer, también me perdono: esa sopa es, creo, la más exquisita creación de la casa. Se llama sopa de buche y está hecha de la vejiga natatoria de la corvina, o la lengua, o la cabrilla, y una pisca de otro pescado para corporizar el caldo. La cabrilla es un pez modesto que aquí potencian asándolo; hay de color verde y de color cocoa, ambas con manchas blancas. Cabrillas le llaman los sinaloenses del campo a Las Pléyades. Me gusta su nombre estelar.

Cuchareo en silencio. El cilantro y la cebolla flotan en el caldo color oro desvaído; evité añadir limón; con el ceviche bastó. Su sabor me recuerda el agua donde se cuece el caracol. Su textura es un poco más delgada que la sopa de tiburón. Se parece al estofado de panza de atún que elaboran los pescadores de sedal de Mazatlán (ese es rojo).

Me veo espumando la sopa. ¿Soy, por ventura, quien destiló este elixir para disfrute propio? Cuando fui a lavarme las manos intenté asomarme a la cocina. Siempre lo hago, en cualquier restaurant donde esté. ¿Tuve suerte y conseguí entrar y permanecer ahí frente al caldero hirviente? ¿Metí mi cuchara, luego volví a mi mesa, satisfecho?

Sigo extático. Recuerdo lo que dijo Myriam Moscona cuando conoció el aguachile con callo en una marisquería de barrio en Culiacán. Picoteamos nuestros platos en silencio. Al final de la comida, ella dijo: esto es orgásmico.

¿Cómo hace Los Mochis, ciudad de tierra adentro, para comer mariscos y pescados frescos? Porque parece que uno está en El Maviri respirando la brisa. El privilegio se debe a su vecindad con los campos pesqueros del mar de Cortés, que, a su matiz bermejo, le añade ser pródigo. 

Los viáticos siempre serán insuficientes. No importa. Después de esta comida, por respeto a los cocineros, no cenaré. Me despido de la carta con el guiño que me hacen los caracoles tipo abulón para la otra vuelta. Antes que nada, va la propina. Por un instante soy un príncipe. O un tritón glotón. 

Salgo con el mismo ánimo de Jasón luego de comer mariscos para su boda con Medea.

En El Farallón el día fosforece.

Nota: la traducción de los versos de Matsuo Bashō (Japón, 1644-1694), directa del japonés, es de Cristina Rascón Castro.






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