Por Juan Esmerio
Las tribus costeras del sur de Sinaloa emplearon la técnica de “salar para conservar” en los camarones y los peces que desbordaban los esteros de la región. Hay depósitos salinos en el rumbo, sin descartar que también podían incluir la sal tomando el agua para sus cocciones del estuario, luego de espantar un flamingo crepuscular. La técnica se conserva hasta hoy. Consiste en medio cocer, salar y luego orear el crustáceo, lo que garantiza el buen estado del animalillo durante meses.
Hay varias maneras de comer el camarón seco. Empecemos por la más sencilla, que consiste en remojarlo en un plato que contenga limón y salsa Guacamaya; si a usted no le gusta el picante, un buen sustituto es salpicar el jugo con salsa tipo inglesa. Esta forma es preferida por quienes gustan de botanear. Así servido es un excelente tentempié. Hay quienes tratan de pelar el camarón (la cascara adherida al cuerpo, fuente de calcio, rara vez queda totalmente suelta) y otros comensales solo le quitan la cabeza. Es curioso ver que mientras comen el aperitivo, sea a medio día o a media tarde, ciertas mujeres y hombres van guardando en otro plato las cáscaras y las cabezas, a las que días después despojarán de los ojos —transparentes cuando estaban vivos, rojos al cocerlos y al final negros— para, una vez que las muelan, destinar a otro platillo.
Una receta nueva es hacer ceviche. Pero cómo, dirá el lector, si la esencia del ceviche es que el pescado o el camarón estén crudos. De hecho, en su preparación se siguen las mismas instrucciones del ceviche: luego de moler el camarón (sin cola, sin patitas y sin cabeza) se le agrega el limón y enseguida la zanahoria, el pepino, la cebolla morada y un toque de cilantro (todo picado con finura). Como no es necesario que la carne se cueza en jugo de limón, con esta entrada se come en poco tiempo; aunque claro, es mejor dejarlo que pierda temperatura en una hielera o en el refrigerador.
Si sus invitados privilegian el sabor por encima de las formas, guarde el ceviche en una bolsa de plástico —sobre todo si lo enfría en hielera, lo que es recomendable— y no en esa hermosa ensaladera que iba a lucir al centro de la mesa. Ese detalle es uno de tres secretos de los marisqueros de carreta para hacer de la pulpa de un modesto pescado, el ceviche que lo hace a uno no medir las tostadas que se come.
Esta receta es la perfecta síntesis de las aportaciones de mazatlecos, que hacen así el ceviche de sierra, y escuinapenses a la cocina de México. Escuinapa es uno de los pocos lugares en Sinaloa donde la carne asada perdió desde hace tiempo la apuesta a la hora de decidir qué comer.
Se recomienda no moler el camarón en una licuadora; se estropean las aspas.
Con los años he ido ganando flexibilidad al cocinar, así que sugiero que este ceviche se sirva, por separado, con corazones de lechuga y aguacate, incluso con cuadritos de betabel a manera de entrada. Pero en lo que no cedo es en que se unte mayonesa a la tostada, pues desaparece los otros sabores.
También se hacen tacos dorados con este animal que es considerado por algunos legos respetables como un gusano de mar. Por fortuna en tierra caliente no tenemos problemas, desde Juan el Bautista hasta los indígenas del sureste mexicano, para ser entomófagos, sean los insectos de mar o sean de tierra.
Yo los prefiero de machaca: me parece que con el camarón seco no hay una auténtica integración entre la tortilla dorada y la carne que alberga; lo que sí sucede cuando se guisa el camarón (los abuelos lo agradecen: es más blando) en aceite de oliva; de ser así este debe ser de talla mediana. El taco me sigue pareciendo un ingenio de nuestros cocineros del sur (son hombres los que los sirven, pero seguro es obra de mujeres) que han hecho de él una comida de precio accesible por la escasa verdura con que es servido: repollo (la lechuga del pobre), cebolla morada curtida y partida en tiras y un caldo donde predomina el sabor a orégano. El taco, a diferencia de los tacos dorados de tierra adentro, se sirve a todas horas, y es posible comerlo en los alrededores de la iglesia de Escuinapa, acompañado de un tejuino, sin nieve por favor, de don Popochas.
La polémica, no obstante, es si a la orden se le rocía el caldo o se sirve por separado; quedan excluidos, por una prohibición culinaria hebrea que respetaban nuestros antepasados (no mezclar leche con peces ni mariscos) y por diacronía, la crema y el queso cotija rayado, lácteos que le van bien a los tacos dorados de carne con papa y de papa sola. Miguel Ángel Manzano prefiere no estropear la vista del platillo —una mezcla de colores siempre grata— y pide le pongan la tacita aparte para beberla a sorbos como si fuera un café tibio; lo cual es una manera, me parece, de anticipar la sobremesa. Antes él mismo le exprimió unas gotas de limón, que una muchacha de ojos chispeantes y caderas saltonas le trajo del huerto que está en el patio del restaurant.
(Bendito limón, ¿qué sería de nosotros sin este cítrico traído por los navegantes españoles, enterados como estaban de los estragos que causaba el escorbuto en la tripulación, aunque en nuestra región aquellos encontraron en las aguamas un manantial de vitamina C, aunque doloroso, para aliviar sus encías ennegrecidas. ¿Cuántas hectáreas de bosques y toneladas de gas hemos ahorrado con esa forma de cocer el camarón y el pescado, y cuánto tiempo? ¿Qué otro ingrediente es el perfecto amigo/ enemigo de las glándulas salivales?)
Otro platillo de lujo son las tortas. Se emplea aquí el mismo procedimiento que se usa para cocinar tortas de papa o de calabacita (batir el huevo, capearlo y freírlo con la masa del ingrediente que se ha elegido). Si son tiempos de bonanza se hacen del cuerpo del camarón. También se pueden hacer de las cabezas que guardamos al principio. El caldo se prepara, como en los dos casos citados arriba, con tomates cocidos y licuados, y se sirven con un arroz blanco a la mantequilla sin sal, que además de dar color matizará el sabor a sodio de las tortas.
Una ocurrencia fue hacer pasta con camarones. Pero la receta no alcanzó la mayoría de edad entre mis comensales, culichis demasiado sensibles de olfato que se quejaron del perfume de yodo que emanó al abrir el recipiente. Esa tarde en la oficina los ventiladores no pararon hasta el cierre del Instituto.
En Isla del Bosque, un pueblo de agricultores y pescadores cercano a Teacapán, cené camarón seco a falta de queso. Antes de servirlo, la señora Marina, mi infatigable anfitriona durante mis años de universitario, lo calentó en un comal. Ya oigo las quejas para quienes el colesterol es un azote que luchan por mantener a raya. Yo he comido pescados y mariscos a deshoras y nunca he sentido la más leve indigestión. Incluso luego de una de las frecuentes comilonas en casa de mi hermano Chori en Mazatlán he estado tentado a hacerme una prueba para conocer mis niveles de grasa en las células. No he cedido a la curiosidad, confiado en que al día siguiente caminaré por la rivera meridional del bajo Tamazula en Culiacán, río arriba y río abajo, algo que siempre disfruto, no importa que sea el verano.
Cuando se cocine el ceviche y las tortas se obvia la sal. El sabor dulzón de la zanahoria, en el primer caso, es un excelente contrapunto para el paladar, y el caldo de tomate, en el segundo, neutraliza su poder de erosión en la boca.
La lengua protesta por la rudeza con la que es tratada. Se recomienda tomar agua de jamaica mientras se come en familia y despachar de postre conserva de calabaza; o, si se tiene aún cierto ánimo de niño, tomar un helado de pitaya, fruto mítico ligado a la toponimia de Sinaloa, y que la señora Juana, del pueblo de San Javier, ha rescatado en sus paletas inigualables para deleite nuestro. Como todos los placeres de la vida, este fruto granate es efímero como un relámpago, y solo se come durante el mes de mayo (lo mismo que la ciruela y la lichi), previo a la temporada de lluvias, que obra en su contra.
Pero la rudeza tiene sin cuidado a los hombres del mediodía, que con un seis de cerveza pueden devorar hasta un kilo y mandar por otra bolsa a la marisquería más cercana.
Antes de la llegada de los sistemas de refrigeración el camarón seco se guardaba para el piojo, ese tiempo demoledor —no solo por el clima húmedo sino por la falta de empleo, antes de la apertura de la veda— que pone a prueba el instinto de sobrevivencia de los habitantes del sur de Sinaloa. Con el camarón de cultivo las bolsas han ganado en vista y volumen, aunque para los ortodoxos el de estero sea insuperable.
Ahora una autopista bordea Escuinapa, y los puntos de venta están a la salida norte si se viaja de sur a norte, y viceversa. Cuenta Dámaso Murúa, el narrador que inmortalizó la picaresca de un personaje del lugar, que el trazo de la carretera federal cruzaba el centro del municipio porque un alto funcionario prometió a su novia que esta pasaría justo afuera de su casa. En el sur, hombres y mujeres están atentos a la luna y a la marea, y a la temperatura de la cerveza, y viven libres, entregados a sus cuerpos. Un aroma sensual en el ambiente compite con el de las congeladoras.
El camarón se ofrece en dos presentaciones: en bolsa de plástico y, cada vez menos, en barcina, invento autóctono que es un envoltorio redondo hecho de palma tejida que lo preserva de bichos. El camarón —crudo, cocido o en congelación— no pierde nunca ese tufo a raíz de mangle y lecho de estuario, afrodisíaco irresistible para las moscas —y para ciertos glotones que percibimos en ese olor las esencias puras de los minerales salinos de la arena.
La técnica de deshidratar se ha extendido a la fruta, y del mango Kent se hacen unas tiras con chile que son adictivas. Las huertas de mango rodean Escuinapa como lo hacían los ejércitos del Gran Khan durante sus batallas.
Nota bene para el cocinero y algunos puntillosos comensales: el olor de camarón en las manos se quita lavándose con bagazo de limón, tomate fresco o tortillas hechas a mano. Aunque el olor pervive en las uñas como ciertos aromas de amor que sobreviven, en los hombres, incluso después de un baño.
Si usted no quiere arreglar (verbo usado en Escuinapa como sinónimo de cocinar, como si esta actividad fuera un complejo proceso de alta ingeniería mecánica y los productos de la naturaleza piezas de un cosmos generoso a las que solo hay que dar una vuelta de tuerca para convertirlos en una delicia irreprochable), si usted no quiere, decía, tocar por hoy un kilo de camarón seco, guárdelo, que sea en un lugar apartado, y si cambia de opinión a la vuelta de un año, aún puede disfrutarlo con alguna de las sugerencias de este texto. O con aportaciones de su propia imaginación.