Por Juan Esmerio
En el kilómetro sesenta de la carretera federal 15 Mazatlán Culiacán hay, en una elevación del terreno, un restaurant que, sobre las montañas de la Sierra Madre, mira al oriente. Es atendido por mujeres silenciosas. Sus clientes son camioneros, automovilistas, vecinos de otros pueblos y gente del puerto. Se sirve un platillo: carne asada.
La carne está hecha a las brasas de la leña. Todo está cocinado a la leña: el frijol de la olla y las tortillas; o a las brasas, donde se tatema el tomate y el chile serrano para la salsa. De esa rusticidad, de esas artes primigenias, proviene su encanto.
Que el corte que se ofrece no sea de primera se resuelve con ingenio: la carne antes de ser presentada al fuego se ha curado en sal gorda, se ha troceado en cuadros pequeños y se ha espetado, a la manera que la cocían los vaqueros. Las reses son de la región, alimentadas con libertad en los pastos lujuriosos del trópico. La carne es fresca. Me atrevo a decir que no se ha refrigerado. El punto de cocción a la que se sirve es tres cuartos. Ni siquiera eso debe señalar el cliente: es el sello del restaurant: servir la carne húmeda y en abundancia; cuatro comensales pueden chuparse los dedos con dos órdenes. (Orden, media orden: esa palabra, otra forma de medir, se sigue usando en el campo para referirse al consumo.)
¿Por qué no es un corte de primera? Por dos razones: uno: ese tipo de carne está en el gusto de los lugareños desde tiempos inmemoriales. Sus colmillos son rudos y no dan tregua cuando es hora de hincar el diente. Incluso grandes ganaderos, como don Héctor Zazueta, afirman que el mejor corte de una res es el pecho. Lo mismo dice mi carnicero, a pesar de que es una carne dura y con grasa, difícil de asar (al escurrir, la grasa levanta llamaradas). Dos, se piensa en el bolsillo del cliente.
Una puerta divide el restaurant de la cocina, y desde ciertas mesas se puede observar la hornilla de barro, los lengüetazos amarillos y azules de las llamas, el comal y el humo que colorea de negro las paredes. No hay lugar aquí para guardar secretos.
Entonces llega el olor dulzón del tomate asado. Ahh.
Las animadoras del restaurant, como se dijo, son mujeres, pero, salvo las tortillas, quienes lo operan son hombres: ellos asan la carne y los vegetales, ellos controlan el fuego: atizan y organizan las brasas; colocan las ollas, las vigilan y las retiran para que no se recueza el frijol. A menudo su cuerpo luce manchado de tizne como el rostro de Hefesto.
¿Es bienvenido un vegetariano en este imperio carnívoro? Con pitos y flautas. Aquí más de un comensal, por puro gusto y nostalgia, hace a un lado la carne y sólo devora frijol de la olla (o frijol en agua y sal, como le llaman en Culiacán), tortillas hechas a mano, queso y salsa de molcajete, el menú básico de la abuela. ¿Hay un platillo más vegetariano que este? Lo dudo. Incluso los veganos pueden prescindir del queso y aun así ser felices.
El queso de acompañamiento no es de la familia de los que se gratinan; es el queso ranchero de la región, que se hace en los pueblos contiguos a La Noria desde hace seis generaciones. Tampoco se hacen quesadillas. En cambio, cumplen caprichos: puedes pedir la salsa con más o menos chile, o sin chile; puedes pedir más salsa; puedes solicitar que te tuesten las tortillas; puedes comer ahí mismo el queso que has comprado para llevar a casa. En fin, nada te niegan. Las reglas de etiqueta son otras, cordiales por ser esenciales.
No creo que el propósito del dueño sea conservar la comida básica de las familias de la región, pero lo ha conseguido. Como los pescadores de San Felipe, en Baja California, que comían langosta con frijol de la olla y tortillas de harina, y ahora es una zona restaurantera de carácter internacional, él vende lo que come. Es fiel a una tradición culinaria. Por eso nos agrada lo que ofrecen, la sencillez del lugar. Aclaro: no es que en el pasado el consumo de carne fuera generalizado entre la población, más bien era irregular, y era complementado con otros muchos animales de monte y peces de río y bogavantes. Pero este era uno de sus platillos de fiesta.
Entre quienes fatigan el volante circula una leyenda de carretera que dice que hay otros lugares donde se come venado, jabalí, presas de caza mayor. No he tenido el placer. Prefiero este. Aquí no hay manera de perderse. Y se come sin riesgos.
Se agradece la discreción del lugar, donde el estruendo de la música aún no llega y las imágenes de la televisión no apartan la atención de la familia. Uno mismo se mimetiza y come en relativo silencio, frente a las montañas que colorean las amapas si es tiempo de lluvias.
Una tarde un hombre joven llegó aquí con el padre enfermo sobre sus espaldas. Eran un Eneas de la playa que huía de la burocracia y un Anquises que huía de los médicos. Esa fue la última vez que compartirían, junto a otros amigos, el pan y la sal. Y fue en este lugar, cercano al pueblo donde nació el anciano y al que nunca volvió.
Julio Cortázar decía que a él le hubiera gustado ser camionero. Creo que, de ser así, este podría ser un recodo grato de su itinerario. Las orillas de la carretera Mazatlán Culiacán, cruzadas por el reverberar de las luces y sombras del trópico, están dominadas por la maravilla.
Recuerde: antes de llegar a Mazatlán o cuando salga del puerto, si viaja por la carretera federal, baje la velocidad: un restaurant sin una señal que lo anuncie, sin nombre, sin carta, sin pretensiones, con otro sabor, lo espera para recordarle que, si usted lo desea, la vida es sencilla y placentera. Será bienvenido.