por Juan Esmerio
Mi amor por septiembre se finca, como todos los grandes amores, en una creencia: si llegué a él sobreviví al verano corrosivo, a los gastos escolares, a las deudas. Aunque faltan cinco quincenas, veo próximo el aguinaldo, tiempo de saldar esos pendientes, o, por lo menos, de abonar más fuerte. Así de terapéutica por el noveno mes del año es mi creencia.
A partir del tres de septiembre disfruto de una luz menos obstinada. El viento del este llega al valle cargado de mayor presencia serrana. El ambiente es más ligero al amanecer.
Claro que la humedad persiste y quizá ni el otoño ni el invierno sean una garantía de que la temperatura llegue a los dieciocho grados. Nada importa si habrá camarones de todas las tallas, frescos, a precio de ganga, para hacer tantas recetas como a uno se le antojen.
Lo primero que se me ocurre, por razones prácticas y placenteras, es hacer un aguachile con callo. El buen precio del camarón compensa el precio exorbitante del callo.
El aguachile con callo es un obsequio a la vista servido en una fuente. Lo llamo “mi pequeña bacanal”.
Compro un kilo y medio de camarón de talla mediana. No debe ser chico, ese es para el ceviche, ni grande, porque de ese tamaño cuesta que se cueza en limón. Compro un kilo de callo.
Entonces principia el ritual para el que me he preparado desde tres semanas antes. La primera etapa consistió en dejarme crecer las uñas, a las que he mantenido aseadas. ¿Por qué atendí el estado de mis uñas? Porque es más práctico pelar los camarones. Mi tío Humberto, recolector de ostras, me recomendaba mantener las uñas a medio corte, para mantener la fuerza de las manos.
Conservar la cola de los camarones es mi ilusión.
Una vez desvenados (menos las cáscaras, quedó un kilo), lavo los camarones con agua limpia: adquieren una blancura de mármol tierno. Verlos seduce. Enseguida lavo los callos. Preferiría no hacerlo, pero hay comensales a los que el líquido que manan los laxa. Septiembre es también el mes de los invitados, yo tengo una invitada, y no quiero que eso suceda. Luego de cortar los bordes donde todavía hay pequeños restos de vísceras (recordemos que el callo es un músculo que une la concha de un bivalvo), parto cada callo de manera longitudinal en dos mitades. Esa es la mejor manera de presentarlos para conservar su forma de media luna.
Guardo todos los ingredientes por separado en bolsas de plástico y los enfrío en hielo durante una hora.
Reanudo.
Monto los camarones. Es la parte de la composición que más disfruto. Sin el menor esfuerzo se consigue una singular geometría porque fueron cortados a la mariposa. Después coloco los callos de tal manera que no rivalicen en belleza. Exprimo limón. ¿Cuántos? Yo trabajo en múltiplos de tres, así que exprimí dieciocho limones.
Solo trabajo con las manos: la cebolla y el pepino los piqué antes. Los limones los corté después con otro cuchillo y en otra tabla para evitar que lo amargo de la cáscara contamine los sabores. Si no hay dos juegos, se debe lavar la tabla y el cuchillo luego de usarse, o partir el limón al final.
Las carnes están al dente, y adorno con cebolla cortada en tiras gruesas, de manera que parezca un arcoíris violáceo; sigue el pepino, al que quité las semillas y descarté que estuviera amargo antes de cortar en forma de arco.
Puesto que el aguachile con callo es un plato único, tuve tiempo de ensayar un secreto culinario que me heredó mi padre: muelo sal gorda y pimienta negra en bola en un molcajete, pongo a calentar la mixtura en un sartén. Mi padre fue un hombre de ideas vanguardistas; estaría contento de que su hallazgo (en qué década de su medio siglo de marisquero lo haría) sea ahora un secreto comunitario. Añado la salpimienta: colorea en forma discreta, como deber ser todo gran diplomático.
Prefiero usar un mortero de ébano, pero me tomé dos cervezas mientras pelaba los camarones, así que muelo en mis manos chiles chiltepines y chiles pico de pájaro. Es un pequeño toque de inspiración y carácter. Dios, qué mezcla, qué alianza, como la de generales chinos con guerreros mongoles.
Ante el crisantemo blanco,
las tijeras
dudan un instante.
Dice el poeta Yosa Buson.
La fuente está al centro de la mesa. Son pétalos marinos rozagantes. Mi invitada, ajena a esta perplejidad y armada con un palillo, acomete el aguachile con pulso de entomólogo.
Como si hiciera un collar de perlas, va engarzando callo tras camarón, pepino tras cebolla. Mordisquea una tostada. Remoja las piezas en el jugo de limón salpimentado antes de llevárselas a la boca. Sus dardos son finos y certeros. Cucharea el caldito, que se ha servido en un plato minúsculo. Pausa. Remata con un sorbo de cerveza ~y vuelve a empezar.
Ataco los camarones del borde. Apenas pruebo los callos y, en cambio, se los arreo a su plato como si fuera una cacería. Cuesta frenar mi impulso. Todo sea por agradar.
Mi invitada está en “mi pequeña bacanal”. Percibo su empeño gozoso en celebrar, con el rostro feliz, este platillo que es adictivo. Su mirada es una chispa de gracia.
Deja el palillo sobre su plato, gesto más parecido a mantener la lanza en ristre que a tomarse un descanso.
– ¿Qué tienes de segundo tiempo? – dice, mientras rocía con estilo unas gotas de salsa en un callo de muy buen tamaño.
Veo las cabezas; podría hacer un caldito. Ella lo prefiere caliente. Hum…, quizá haya tiempo. Pienso en la importancia de la complicidad de una mujer cuando se trata de que una pareja se atienda en la mesa. Es otro complemento.
–Ahora mis uñas están coloreadas de verde y rojo. Me gustan.
–Es un platillo tan antiguo como el cocinar mismo
respondo, y suspiro, esperanzado y contento.
Destapo otra cerveza (está más fría que la anterior) y la sirvo en tarros escarchados.
– Por el platillo que sigue –dice mi invitada sonriendo, y brindamos.